EL CAMINO DE LA VIDA

EL CAMINO DE LA VIDA
EL CAMINO DE LA VIDA. - Every day you may make progress. Every step may be fruitful. Yet there will stretch out before you an ever-lengthening, ever-ascending, ever-improving path. You know you will never get to the end of the journey. But this, so far from discouraging, only adds to the joy and glory of the climb. - Sir Winston Churchill.

jueves, 16 de junio de 2011

Almuerzo cultural: Julio Cortázar.

Estimados amigos,

Julio Cortázar (1914-1984) fue uno de los más importantes escritores del llamado “boom latinoamericano”.  De origen argentino, nació en Bélgica, viajó por el mundo y eventualmente se estableció en París, donde se nacionalizó francés.
Se le considera uno de los autores más innovadores y originales de su tiempo, maestro del relato corto, la prosa poética y la narración breve en general, comparable a Jorge Luis Borges, Antón Chéjov o Edgar Allan Poe, y creador de importantes novelas que inauguraron una nueva forma de hacer literatura en Latinoamérica, rompiendo los moldes clásicos mediante narraciones que escapan de la linealidad temporal y donde los personajes adquieren una autonomía y una profundidad psicológica, pocas veces vista hasta entonces.  Debido a que los contenidos de su obra transitan en la frontera entre lo real y lo fantástico, suele ser puesto en relación con el surrealismo.
Datos biográficos.
Sus primeros años los pasó de una ciudad a otra en Europa, a causa de la Primera Guerra Mundial.  Luego su familia regresó a la Argentina, donde pasó el resto de su infancia. 
Cortázar fue un niño enfermizo y pasó mucho tiempo en cama, por lo que la lectura fue su gran compañera.  Su madre le seleccionaba lo que podía leer, convirtiéndose en la gran iniciadora de su camino de lector, primero, y de escritor después.  Declaró:
Mi madre dice que empecé a escribir a los ocho años, con una novela que guarda celosamente a pesar de mis desesperadas tentativas por quemarla”.  
Cortázar también recuerda que en cierta ocasión un pariente suyo (un tío o algo así) descubrió una serie de poemas suyos y se los dio a su madre, diciéndole que evidentemente esos poemas no eran míos, que yo los copiaba de alguna antología de poemas, por lo cual su madre llegó a preguntarle si esos poemas realmente eran suyos.  Leía tanto que algún médico llegó a recomendarle leer menos durante cinco o seis meses y salir más a tomar un poco de sol.
Desde niño fue crítico y lúcido en sus juicios sobre las cosas:
Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha, al mismo tiempo, fue el no aceptar las cosas como me eran dadas.  A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra madre era la palabra madre y ahí se acaba todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba.  En suma, desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se diferencia de mi relación con el mundo en general.  Yo parezco haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas.
Cortázar era un hombre extremadamente alto, de facciones muy singulares, por lo que su presencia impresionaba en gran medida.  Alguien que le conoció de cerca afirmaba:
(…) aunque es afable y dulce (o precisamente por eso), produce una especie de miedo.  Los hombres más altos levantan la cara para hablarle.  Cuando la han levantado bastante, ven allá una cabeza más bien pequeña, una copiosa cabellera oscura, un mechón que cae siempre sobre la frente y que vanamente una mano intenta retirar.  Pero uno no sólo ve, también es visto por dos implacables ojos azules que se deslizan a los lados de la cara.  No hay manera de que Julio Cortázar se pasee por la calle sin que la gente no se vuelva para mirarlo.
La lectura de Opio, Diario de una desintoxicación, de Jean Cocteau (1889-1963) cuando aún no cumplía treinta años, cambió su vida.
Sentí que toda una etapa de vida literaria estaba irrevocablemente en el pasado…   Desde ese día leí y escribí de manera diferente, ya con otras ambiciones, con otras visiones.
Estudió educación y fue maestro escolar y profesor.  Inició, además, estudios de filosofía, pero luego se retiró.  Se tituló también como traductor de inglés y francés en un tiempo récord (nueve meses).
El esfuerzo [por terminar sus cursos de graduación] le provoca síntomas neuróticos, uno de los cuales (la búsqueda de cucarachas en la comida) desaparece con la escritura de un cuento, “Circe”, que junto con “Casa Tomada” y “Bestiario” (aparecidos en “Los anales” de Buenos Aires) será incluido más adelante en [su colección] “Bestiario”.  En 1949 publica el poema dramático “Los Reyes”, primera obra firmada con su nombre real e ignorado por la crítica.  Durante el verano escribe una primera novela, "Divertimento", que de alguna manera prefigura “Rayuela”.  “Divertimento” será publicada sólo en 1986, después de su muerte.  Colabora en revistas culturales de Buenos Aires (“Cabalgata”, “Realidad” y “Sur”).  En 1950 escribe otra novela, “El examen”, rechazada por el asesor literario de la Editorial Losada, Guillermo de Torre.  Cortázar la presentará a un concurso convocado por la misma editorial, sin éxito.  Esta novela también será editada tras la muerte del escritor, en 1986. En 1951 publicó Bestiario, una colección de ocho relatos que le valieron cierto reconocimiento en el ambiente local.  
Por disconformidades con el régimen peronista, Cortázar decidió trasladarse a Paris, en 1951, donde residiría durante el resto de su vida.  Allí tradujo al español la obra completa, en prosa, de Edgar Allan Poe (1809-1849), por encargo de la Universidad de Puerto Rico, traducción que es considerada por los críticos como la mejor hecha a nuestro idioma de este importante escritor estadounidense.
En 1967 publica Rayuela, la obra que más fama editorial le dio, y que lo lanzó a la vanguardia de quienes constituían los autores representativos de la literatura latinoamericana, como Alejo Carpentier (1904-1980), Ernesto Sábato (1911-2011). Carlos Fuentes (1928-), Gabriel García Márquez (1927-) y Mario Vargas Llosa (1936-).
Inquietudes políticas.
Cortázar fue un hombre de altos ideales, siempre en busca de respuestas a sus múltiples inquietudes.  Podría decirse que buscaba su superación y, por ello, también la del mundo.  No en balde escribió una vez:
Cómo cansa ser todo el tiempo uno mismo.
A Cortázar le tocó vivir una época convulsa del planeta, en medio de las tensiones de la Guerra Fría con Latinoamérica como campo de batalla entre los bloques estadounidense y soviético.  Como otros idealistas, tenía pretensiones de cambiar el mundo.  Viene a colación una frase del gran dramaturgo, George Bernard Shaw (1856-1950), que encontró en un contemporáneo de Cortázar, Robert F. Kennedy (1925-1968), un elocuente difusor:
Están aquéllos que ven las cosas como son y se preguntan por qué.  Yo pienso en las cosas que nunca han sido y me pregunto por qué no.
Cortázar, como Shaw, pensaba en el hombre como un universo de posibilidades, donde el cultivo del conocimiento y la cultura permitían alcanzar estadios más altos y dignos de existencia (no en balde Shaw es el autor de Pigmalión).  Es por ello que, para él, lo que llamamos “absurdo” es en realidad nuestra ignorancia. 
Su interés por la política es obvio desde su juventud.  Ya había expresado desde entonces su desaprobación por el régimen corrupto y populista de Juan Domingo Perón (1895-1974), en grado suficiente para él como para renunciar a todos sus medios de ingreso y abandonar la Argentina para siempre.
A raíz de un viaje a Cuba, en 1963, comenzó su interés por la política latinoamericana.  Donó los derechos de autor de varias de sus obras para ayudar a los presos políticos de varios países, incluyendo los de la Argentina.  En esta donación estaban también los derechos de autor de su Libro de Manuel, por el que recibió el “Premio Médicis” en 1973.
En noviembre de 1970 viajó a Chile, donde se solidarizó con el gobierno de Salvador Allende (1908-1973), poco antes de su caída.  En 1971, sin embargo, tuvo conflictos con Fidel Castro (1926-) cuando pidió detalles al gobierno cubano sobre el arresto del poeta de ese país Heberto Padilla (1932-2000).   
En 1974, fue miembro del Tribunal Bertrand Russell II, reunido en Roma para examinar la situación política en América Latina, en particular las violaciones de los derechos humanos.
En 1976, vino a Costa Rica donde se reunió con los escritores nicaragüenses Sergio Ramírez (1942-) y Ernesto Cardenal (1925-).  Era la época de efervescencia, previa a la caída del dictador Anastasio Somoza (1925-1980).  Con ellos viajó a Nicaragua en forma clandestina y, tras esa aventura, se enamoró del país, al que volvería muchas veces una vez establecido el régimen sandinista.  Estas experiencias darían como resultado una serie de textos que serán recopilados en el libro Nicaragua, tan violentamente dulce.
En agosto de 1981 sufrió una hemorragia gástrica que lo puso al borde de la muerte.  Aquejado de leucemia, murió el 12 de febrero de 1984 a causa de una leucemia.  En su tumba, en el cementerio de Montparnasse, es frecuente encontrar, aún hoy día, una copa o un vaso de vino así como una hoja de papel o un billete de metro con una rayuela dibujada.
Importancia de su obra.  El testimonio de sus colegas.
Calificar a Cortázar por su color político es un error y una injusticia.  Por un lado, como artista, debe calificársele en función de su obra, que es buena e importante.  Por el otro, como político, debe comprenderse que fue un hombre de su tiempo, sujeto a las sensibilidades del momento y, por lo tanto, subjetivo en sus apreciaciones.  Ya seamos de izquierda o de derecha, o de cualquier ismo político o filosófico, el valor de Cortázar está por encima de esas manifestaciones.  Ya decía Jorge Luis Borges (1899-1986) sobre él, poniendo el dedo en la llaga en lo que toca al testimonio que podemos dar sobre un hombre de letras:
Julio Cortázar ha sido condenado, o aprobado, por sus opiniones políticas.  Fuera de la ética, entiendo que las opiniones de un hombre suelen ser superficiales y efímeras.
En efecto, muchas de las causas políticas en las que Cortázar creyó ya no existen o tienen ahora una importancia menor.  Cortázar creyó firmemente en ellas porque esa fue su época y su circunstancia  –y esas convicciones, por sí mismas, son dignas de todo respeto– pero más que esas causas pasajeras en la vida del individuo, lo realmente significativo que dejó Cortázar fueron sus escritos, en los que dejó amplio testimonio de su genio y de sus habilidades narrativas.
Y, sin embargo, circunscribir a Cortázar a la literatura y la política es también un error.  Fue, en efecto, un hombre extremadamente culto (razón de más para rechazar todo intento de desacreditarlo por ser amigo de Fidel Castro o admirador del Ché Guevara), con una personalidad hipnótica, capaz de dejar huella en todo aquel que lo conoció, ya fuera personalmente o a través de su obra escrita.  Gabriel García Márquez se refirió a él con singular cariño, de una manera que vale la pena transcribir:
Fui a Praga por última vez hace unos quince años, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados.
A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz.  La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas.  Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk [1917-1982].  No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas.  Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible.
Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: La noche de [José] “Mantequilla” Nápoles [1940-].  Es la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vetada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de tanto tango malevo; sin embargo, fue ese el cuento que el propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles cesantes, hasta comandantes de la revolución y sus contrarios.  Fue otra experiencia deslumbrante.  Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aún para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía “Mantequilla” Nápoles en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo.
Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también las que mejor lo definían.  Eran los dos extremos de su personalidad.  En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos.  En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo que tierna y extraña.  En ambos casos fue el ser humano más importante que he tenido la suerte de conocer.
Desde el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café de París con nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a escribir en una mesa del rincón, como Jean-Paul Sartre [1905-1980] lo hacía a trescientos metros de allí, en un cuaderno de escolar y con una pluma fuente de tinta legítima que manchaba los dedos.  Yo había leído Bestiario, su primer libro de cuentos, en un hotel de Lance de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta, entre peloteros más mal pagados y putas felices, y desde la primera página me di cuenta de que aquél era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande.  Alguien me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del boulevard Saint Germain, y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón.  (…)
Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias.  Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción.  Fue, tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo.  Sin embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estar muriéndose otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte.  Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios.  Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente.  En alguna parte de La vuelta al día en ochenta mundos un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse.  Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos y elegías por Julio Cortázar.  Prefiero seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo.
Ambigüedad, relatividad y realidad: la importancia de la fantasía en Cortázar.
Cortázar es especialmente célebre por su prosa.  Su manejo del cuento o relato es verdaderamente maestro y es modelo de todo lo que se escribe en ese género desde entonces.  Debido a la influencia del  existencialismo y del surrealismo en su obra, Cortázar trata de mostrar al lector que no hay una interpretación sola de la realidad o de la verdad, sino tantas como personas y circunstancias hay en cada caso.   
En general su obra se relaciona con lo fantástico; es decir, aquello que nos saca de la caja rutinaria en la que vivimos, no obstante la presencia de los elementos conocidos y naturales de nuestra cotidianeidad.  Para él el cuento es la casa donde habita lo fantástico; es decir, la sede de la literatura fantástica.
Ese “sentimiento de lo fantástico”, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante.

Ese sentimiento, que creo se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de sensibilidad para lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar.
 (…)
Lo fantástico y lo misterioso no son solamente las grandes imaginaciones del cine, de la literatura, los cuentos y las novelas. Está presente en nosotros mismos, en eso que es nuestra psiquis y que ni la ciencia, ni la filosofía consiguen explicar más que de una manera primaria y rudimentaria.
En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de que entre lo fantástico y lo real no había límites precisos, cuando empecé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural, yo diría casi fatal, cuentos fantásticos.
Al final de una conferencia suya, dictada no muchos años antes de su muerte, Cortázar narra una experiencia interesante:
Terminaré este pequeño recuento de anécdotas con algo que me ha sucedido hace aproximadamente un año.  Ocho años atrás escribí un cuento fantástico que se llama “Instrucciones para John Howell”, no les voy a contar el cuento; la situación central es la de un hombre que va al teatro y asiste al primer acto de una comedia, más o menos vanal, que no le interesa demasiado; en el intervalo entre el primero y el segundo acto dos personas lo invitan a seguirlos y lo llevan a los camerinos, y antes de que él pueda darse cuenta de lo que está sucediendo, le ponen una peluca, le ponen unos anteojos y le dicen que en el segundo acto él va a representar el papel del actor que había visto antes y que se llama John Howell en la pieza.
“Usted será John Howell”.  Él quiere protestar y preguntar qué clase de broma estúpida es esa, pero se da cuenta en el momento de que hay una amenaza latente, de que si él se resiste puede pasarle algo muy grave, pueden matarlo.  Antes de darse cuenta de nada escucha que le dicen “salga a escena, improvise, haga lo que quiera, el juego es así”, y lo empujan y él se encuentra ante el público...  No les voy a contar el final del cuento, que es fantástico, pero sí lo que sucedió después.
El año pasado recibí desde Nueva York una carta firmada por una persona que se llama John Howell. Esa persona me decía lo siguiente: “  Yo me llamo John Howell, soy un estudiante de la universidad de Columbia, y me ha sucedido esto; yo había leído varios libros suyos, que me habían gustado, que me habían interesado, a tal punto que estuve en París hace dos años y por timidez no me animé a buscarlo y hablar con usted.  En el hotel escribí un cuento en el cual usted es el protagonista, es decir que, como París me ha gustado mucho, y usted vive en París, me pareció un homenaje, una prueba de amistad, aunque no nos conociéramos, hacerlo intervenir a usted como personaje.  Luego, volví a N.Y, me encontré con un amigo que tiene un conjunto de teatro de aficionados y me invitó a participar en una representación; yo no soy actor, decía John, y no tenía muchas ganas de hacer eso, pero mi amigo insistió porque había otro actor enfermo.  Insistió y entonces yo me aprendí el papel en dos o tres días y me divertí bastante.  En ese momento entré en una librería y encontré un libro de cuentos suyos donde había un cuento que se llamaba “Instrucciones para John Howell”  ¿Cómo puede usted explicarme esto, agregaba, cómo es posible que usted haya escrito un cuento sobre alguien que se llama John Howell, que también entra de alguna manera un poco forzado en el teatro, y yo, John Howell, he escrito en París un cuento sobre alguien que se llama Julio Cortázar.
Yo los dejo a ustedes con esta pequeña apertura, sobre el misterio y lo fantástico, para que cada uno apele a su propia imaginación y a su propia reflexión.
Lo lúdico como parte del proceso creador de Cortázar.
El otro elemento esencial  de la narrativa en Cortázar es lo referente al juego; es decir, el mundo de lo lúdico.  Cortázar jugaba con sus textos e incluso con sus palabras.
El escritor bromea con lo qué dicen de él y de su obra.  (…) Con el texto –con la producción intelectual de Cortázar– lo que se quiere es “jugar”.  Pero le confiero al juego leyes similares a los juegos de nuestra infancia.  Y, teniendo entonces en cuenta los preceptos del juego, podrían ser interpretados los impulsos creativos de Cortázar, con la irregularidad de su sensibilidad en caso de valernos de sus afirmaciones.  Cuando dice, éste (Cortázar) en entrevista con Manuel Pereira en 1993, que no creo que sea nostalgia de la infancia, yo creo que en mi caso es permanencia de la infancia.  De esto se trata, permanecer en la infancia junto a la obra: vida y obra logran reunirse ineludiblemente.
Muchos títulos son evocadores de la infancia, por ejemplo: “Rayuela” es el nombre de un juego; “62 modelo para armar” es un rompecabezas; “La vuelta al día en 80 mundos”, “Final del juego”, otra vez la palabra juego.  A lo que responde Cortázar:
“No es un juego.  Lo que sí creo es que la literatura tiene un margen, una latitud tan grande que permite, e incluso reclama –por lo menos para mí– una dimensión lúdica que la convierte en un gran juego.  Un juego en el que puedes arriesgar tu vida. (...), pero que conserva características lúdicas.  (...)  La literatura hace pensar en deportes como el basquetbol, el fútbol (...), en donde el arte combinatorio, la creación de estrategias son elementales.  Sin eso no habría juego”.
No debemos olvidar que la literatura es el ámbito del arte; es decir, el espacio en el que la imaginación, la recreación y la fantasía se manifiestan con mayor libertad.  Por ello, se admite la intuición personal del escritor como una herramienta para que este juegue en el desarrollo de tramas literarias y de técnicas para ilustrarlas.  Esto implica subjetividades, ambigüedades y una cantidad infinita de interpretaciones.  De esta conjunción de factores deriva el interés del lector y su eventual satisfacción, cuando no verdadero una sensación de placer.   
Julio Cortázar juega con los textos y con las palabras para jugar con nosotros, pero a la vez nos deja participar del juego y contribuir, de esa forma, al proceso creador de la obra.  De nuevo, ello implica ambigüedad, amplitud, subjetividad y, especialmente, una gran maestría para pensar y escribir la obra.
La ambigüedad lúdica es, en efecto, un rasgo que caracteriza a Cortázar.  Los recuerdos de Cortázar, aunado a su imaginación y a su capacidad para comunicar imágenes tangibles, son un deleite intelectual de alto nivel, aún comparado con cualquier otro autor literario.  Esos recuerdos, así transformados por su subjetividad artística, son el nexo que existe entre la realidad ocurrida y la realidad comunicada.  Al mismo tiempo, dichos recuerdos son una ilustración psicológica; esto es, una clara descripción del comportamiento intuitivo del conocimiento personal, por el cual un artista se apropia de la realidad y la hace enteramente suya para compartirla con los demás. De allí deviene lo maravilloso como uno de los juegos de la ilusión, que interpreta y recrea la vida misma en torno a nuestras experiencias y anhelos.
La poesía.
Aunque no fuera su campo usual, Cortázar también incursionó en la poesía.  Como él mismo afirmó:
Yo he sido siempre y primordialmente considerado como un prosista.  La poesía es un poco mi juego secreto.
Esa poesía es dulce y melancólica.  Está llena de sentimiento, pero con un tono que apunta a los poetas malditos de finales del siglo XIX, en París, como Tristan Corbière (1845-1875), Arthur Rimbaud (1854-1891), Stéphane Mallarmé (1842-1898), Auguste Villiers de L'Isle-Adam (1838-1889) y Paul Verlaine (1844-1896).  Cortázar se refiere al amor y, como en otras de sus obras, a la angustia de vivir y de buscar o perder lo que uno ama.  Algunos ejemplos ilustran lo anterior:
Y diré las palabras que se dicen, y comeré las cosas que se comen, y soñaré las cosas que se sueñan, y sé muy bien que no estarás.
No estarás para nada, no serás ni recuerdo, y cuando piense en ti pensaré un pensamiento que oscuramente trata de acordarse de ti.
Creo que no te quiero, que solamente quiero la imposibilidad tan obvia de quererte.  Como el guante izquierdo enamorado de la mano derecha.
*   *   *   *   *
En relación con Cortázar, presentaremos un interesante documental, que recoge la información sobre la vida de este escritor y su obra.  Están todos invitados a disfrutarlo.
Saludos,

Carlos.

jueves, 9 de junio de 2011

Almuerzo cultural: Richard Wagner - El Anillo sin las palabras.

Estimados amigos,

Después de varios encuentros con algunos de los grandes maestros de la música clásica occidental, este jueves nos corresponde hacer una visita al mundo de Richard Wagner (1813-1883).

Se trata, como verán de una sesión interesante por los siguientes motivos:

(i)             Porque examinaremos música del más alto nivel artístico que es posible encontrar, la cual es patrimonio de toda la humanidad y monumento al espíritu creador del hombre. 

(ii)            Porque esa música en particular ilustra la constante lucha entre el hombre y su destino, entendido como las fuerzas superiores que condicionan la actividad humana en todo momento.  

(iii)           Porque esta música proviene de un compositor cuya calidad humana dejó bastante que desear, no obstante su indiscutible valor artístico.

(iv)          Por la utilización injusta de esa música para motivos políticos que la degradaron en su momento y aún hoy crean efervescencia en torno a ella. 

(v)           Porque las circunstancias en las que se compuso esa música nos permiten entender mejor el mundo que vino después de que fuera escrita e, incluso, el que vivimos en la actualidad. 

(vi)          Porque este tema es un ejemplo claro de que el arte y la cultura están por encima de muchos de los otros intereses del hombre, y pueden –y deben– ser vistos y disfrutados con independencia de las pasiones en medio de las que surgió. 

(vii)         Finalmente, porque el producto artístico como tal es independiente del artista y merece ser apreciado en esa condición con el respeto y la dignidad que su mérito estético exige.

Datos biográficos.

Educado en el seno de una familia de actores, desde muy joven decidió dedicarse a la música.  Esta tendencia, combinada con su pasión por la literatura, hizo de la ópera el género idóneo para acaparar la atención del músico.

Wagner estudió piano y violín, aunque no fue un alumno brillante.  Su formación fue casi autodidacta.  Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791), Ludwig van Beethoven (1770-1827) y Carl María von Weber (1786-1826) fueron sus principales referencias musicales.

En 1823 fue contratado para dirigir el coro de la ciudad de Würzburg y posteriormente siguió por varios teatros de provincias. En esta época escribió su ópera prima, Las hadas, y luego una ópera denominada La prohibición de amar, ambas de poco interés artístico.  Por entonces hizo su debut como director de ópera con una pequeña compañía que, sin embargo, sufrió la bancarrota poco después de interpretar esta última ópera.

En 1836 se casó con la cantante Minna Planer y se trasladó a Königsberg.  Allí fue por un tiempo director musical del teatro, y luego ocupó un puesto similar en Riga, donde comenzó su siguiente ópera (Rienzi) y dirigió las obras de Beethoven.  Sin embargo, se encontraba fuertemente endeudado y, ante la continua presión de sus acreedores, huyó a París para buscar mejores horizontes.

Las tormentas y tempestades que vivió de camino a París, incluyendo un corto viaje en barco a Inglaterra, lo motivaron para componer una nueva ópera, mucho más interesante artísticamente, llamada El holandés errante, basada en una historia de amor y fantasmas.  Para su mala fortuna, su talento fue poco apreciado en la capital francesa y su situación económica empeoró.  Huyó de París, perseguido por las deudas, y regresó a Alemania, donde estrenó Rienzi, ópera que sí tuvo buena acogida y le dio un muy necesitado impulso a su carrera.

En 1843 estrenó El holandés errante en Dresde y en 1845 Tannhäuser, en esa misma ciudad.  Las cosas iban mejor.  En 1848 compuso Lohengrin, que no pudo estrenar ya que se vio involucrado en una fallida revolución en su Sajonia natal, por lo que debió huir nuevamente a París y luego a Zürich, para establecerse allí por once años, ante la imposibilidad de regresar a Alemania.

En Zürich escribió en 1850 su ensayo antisemita Judaísmo en la música (donde incluso atacó a Giacomo Meyerbeer (1791-1864), quien lo había protegido durante su estancia en París) y publicó también otro ensayo sobre el teatro musical llamado, Ópera y Drama.  También comenzó a esbozar el texto y la música de una serie de óperas sobre las leyendas nórdicas y germánicas que daría lugar a un ciclo de cuatro óperas llamado El anillo del nibelungo, hacia 1853, y los esbozos iniciales de su Tristán e Isolda.

En 1862 se divorció de Minna, luego de un matrimonio desdichado y varios amoríos de parte del compositor con diversas mujeres, incluyendo las esposas de algunos de sus allegados.

Para 1857 completó Tristán e Isolda, una obra maestra basada en una leyenda amorosa medieval.  Por ese entonces persistían sus problemas económicos pero, por un golpe de suerte, fue auxiliado sin esperárselo por el rey Ludwig II (Luis II) de Baviera (1845-1886), quien era un apasionado admirador de sus óperas.  Solventados los problemas económicos, que Wagner traspasó sin miramientos (incluso abusivamente) al rey bávaro, el músico compuso otra obra maestra, Los maestros cantores de Núremberg.

Gracias al rey, Wagner logró estrenar Tristán e Isolda en Múnich, en 1865, con gran éxito.  El director del estreno fue Hans von Bülow (1830-1894), con cuya esposa Cósima (1837-1930), que a su vez era hija de Franz Liszt (1811-1886), Wagner inició una relación amorosa que dio como fruto una hija (Isolde), que pasó por hija de Bülow.  Destapado luego el amorío, Cósima y Wagner tuvieron aún dos hijos más: Eva y Siegfrid, antes de que Bülow concediera el divorcio, y Wagner y Cósima se casaran en  1870.

Cósima era 24 años más joven que Wagner y ella misma era hija ilegítima de la condesa Marie d'Agoult [(1805-1876)], que había abandonado a su marido por Franz Liszt.  Éste desaprobaba que su hija viera a Wagner, aunque los dos hombres eran amigos.  El indiscreto idilio escandalizó a Múnich, y para empeorar las cosas, Wagner cayó en desgracia entre los miembros de la corte, que desconfiaban de su influencia sobre Ludwig II.  En diciembre de 1865, forzaron al rey a que pidiera al compositor que abandonara la ciudad. 

Con el apoyo de Ludwig, Wagner dedicó sus energías a completar su famosa tetralogía, basada en El anillo del nibelungo, que deriva a su vez de la mitología escandinava (ver abajo).  La tetralogía, consistente en cuatro óperas relacionadas entre sí (un “prólogo” y tres “jornadas”) –un poco a la usanza griega de tratar sus mitos más importantes por medio de trilogías trágicas, como en Esquilo, Sófocles y Eurípides–, fue objeto de más de veinticinco años de trabajo del compositor.

Wagner había comenzado a componer El oro del Rin (el prólogo del ciclo) en noviembre de 1853, seguido inmediatamente por La valquiria (la primera jornada) en 1854.  Por entonces comenzó a trabajar en la tercera ópera, llamada Sigfrido (la segunda jornada), en 1856, pero sólo terminó los dos primeros actos antes de dejar la obra a un lado para concentrarse en una nueva idea: Tristán e Isolda.  Con el apoyo de Ludwig, Wagner volvió en 1869 a la composición de Sigfrido, terminando el acto III en 1871. El ocaso de los dioses (la tercera y última jornada) fue compuesta entre 1869 y 1874. 

De esta época de gran producción es también su relación con el filósofo Friedrich Nietzsche (ver más abajo), que tanta influencia tuvo sobre el desarrollo del pensamiento nacionalista alemán.

Obligado el rey, por su gobierno, a alejarse del compositor, volvieron sus problemas económicos.  De 1882 es Parsifal, su última ópera, ya que en 1883 Wagner murió en Venecia, a la edad de setenta años.

Artista controversial e importancia de su obra.

Pocos artistas han despertado tanta admiración y tanta animadversión a un mismo tiempo como Richard Wagner, debido en buena parte a algunos de los rasgos de su personalidad, que era dominante, altanera, presumida, oportunista e inescrupulosa, y además, a la triste utilización de su obra y su pensamiento, luego de su muerte, por los políticos y fanáticos.  Sin embargo, pese a la enormidad de algunas de esas faltas, no puede negarse que la calidad de su música es superlativa.  Wagner pertenece al panteón de los grandes músicos de la historia.  Su influencia sobre el desarrollo posterior de la música es innegable y su arte abarcó un espectro amplísimo de actividades, siempre alrededor de lo musical, pero capaz de cubrir también áreas como el teatro, la literatura, la historia, la mitología y la filosofía.

Wagner logró todo esto a pesar de una vida que se caracterizó, hasta sus últimas décadas, por el exilio político, relaciones amorosas turbulentas, pobreza y repetidas huidas de sus acreedores.  Su agresiva personalidad y sus con frecuencia francas opiniones sobre la música, la política y la sociedad lo convirtieron en un personaje polémico durante su vida, etiqueta que todavía mantiene.  El impacto de sus ideas puede ser encontrado en muchas de las artes del siglo XX. 

Arte total.

Las óperas de Wagner están, desde su creación, en la primera fila de producción de los mejores teatros del mundo.  Sin ellas, la ópera como disciplina no podría tener las dimensiones artísticas que actualmente le reconocemos.  A diferencia de otros grandes de la ópera, como Giuseppe Verdi (1813-1901) y Giacomo Puccini (1858-1924), Wagner fue, no sólo responsable de sus partituras musicales, sino que se encargó de la escenografía y el libreto de todas sus obras.
[Wagner] transformó el pensamiento musical a través de la idea de la «obra de arte total» (“Gesamtkunstwerk”), la síntesis de todas las artes poéticas, visuales, musicales y escénicas, que publicó en una serie de ensayos entre 1849 y 1852, y que quedó plasmada en la primera mitad de su monumental tetralogía “El anillo del nibelungo”.
Los griegos –gracias a su genio inventivo– habían desarrollado, más de dos mil años antes de que Wagner viviera, el género conocido como “tragedia”, que consistía en una forma de entretenimiento dirigido a la catársis, en la que hombres, héroes y dioses se relacionaban en una compleja querella de drama y amor.  En la tragedia se conjuntaron por primera vez diversas artes, denominadas conjuntamente mousiké (danza, poesía y música), para dar lugar a la música actuada o, dicho de otro modo, al “drama musical”.
Wagner, en el siglo diecinueve, pretendía superar a la tragedia griega; e, incluyendo a las artes plásticas, reemplazar el espíritu mesurado griego por la emoción del medioevo germánico, y el espíritu arquetípico del personaje trágico por un texto músico-dramático, si bien también arquetípico, aunque dentro de una cultura trascendentemente nacional y patriótica.
En palabras del compositor:
La armonía pura, que en el drama no puede realizar el pensamiento del poeta, en la música, en la orquesta, recibe una potencia real y especial.  Sólo con esto se puede crear el drama perfecto.
En efecto, en los dramas de Wagner, la música, que expresa estados psicológicos, y el texto, escrito con propósitos dramáticos, tienen el mismo rango.  Con tal planteamiento, Wagner se convirtió en líder de una de las posiciones a las que había llevado el desarrollo de la música romántica; es decir, la música que se había escrito después de Beethoven.  Esto porque la música de Beethoven, que impulsó el rompimiento con la tradición clásica de Haydn (1732-1809) y Mozart, había generado dos facciones: (i) una más apegada a esa tradición clásica, que creía en la llamada “música absoluta", cuya perfección formal descansaba en la expresión musical que respetaba los esquemas trazados en obras previas, sobre todo en la forma sonata que ya había sido codificada por Haydn y Mozart; y, (ii) otra, que apuntaba a impulsar la llamada “música de programa”, que era capaz de expresar en lenguaje musical los textos de la literatura, la historia y hasta la filosofía.
Esta disputa se resumió como el conflicto entre los seguidores de Johannes Brahms [(1833-1897)] y Richard Wagner.  Brahms era considerado el pináculo de la música absoluta, sin textos o referencias externas, y Wagner, el predicador de la poesía como proveedora de forma armónica y melódica para la música.
El trabajo de Wagner en sus óperas rompió los esquemas tradicionales de este género al mezclar entre sí las formas establecidas durante el barroco o el clasicismo.  Arias, coros, recitativos y piezas de conjunto están completamente integrados, en busca de un continuo fluir de la música.
La melodía está indisolublemente unida a la armonía y a la orquesta y esta unión es la que responde con maravillosa exactitud a la idea de la música...  [Los] maestros italianos habían descuidado casi por completo el género convirtiéndolo en una serie insípida de arias de concierto, una especie de arte ficticio y pobre, sin calor, sin acción y sin estética. 
La ópera reunía en su origen la poesía, la música vocal e instrumental.  Todo contribuía a expresar los sentimientos humanos; pero cuando los aficionados dejaron brillar al cantor en primera línea, cayó todo este esplendor.  La orquesta tuvo que callarse, la armonía se simplificó hasta anularse, y la melodía, vaciada en un molde inmutable, suministró al ejecutante un plan hecho de antemano en el aria simétrica.  Permitióse al cantante reinar sólo, y sobre las ruinas de la ópera se levantó ese ser tiránico, dominador e insípido para todo el que no sea dilettante, el virtuoso...
Wagner cambió todo ese esquema de cosas.  Subordinó elementos y protagonistas a los requerimientos del drama y los integró de manera definitiva para dar pie al espectáculo artístico más acabado y auténtico que es dable ver y escuchar aún en nuestros días –incluido el cine–, no obstante la profusión de recursos tecnológicos de que hacen gala los espectáculos contemporáneos.
Wagner se propuso quitar la superioridad despótica a la melodía y levantar la armonía, el contrapunto y la instrumentación del decaimiento y postración en que yacían dentro del género ópera.  Wagner lo que quiso suprimir (y suprimió) fue esa “melodía dulzante”, y a veces ridícula, que había invadido el teatro y se imponía a todas las demás manifestaciones del arte; con la excusa de la melodía se permitían en la ópera todas las inexactitudes, todas las trivialidades... 
Richard Wagner gustaba llamarse a sí mismo “revolucionario” y se rodeó de un círculo de músicos con ideas parecidas –como, por ejemplo, Franz Liszt– con quienes se dedicó a crear lo que llamaron la "música del futuro".  Años después, tras la muerte de Wagner, Liszt declaró sobre su música:

La obra de Wagner va a dominar nuestro tiempo, como manifestación y monumento del arte contemporáneo.  Es fulminante, maravillosa y solemne.  Su genipo para mí era un foco luminoso que toos seguíamos.


Aspectos ideológicos.  Nietzsche.

Para dar ese salto hacia un arte total, Wagner necesitaba de un contexto teórico apropiado; esto es, un fundamento filosófico lo suficientemente sólido.  Su propia formación cultural era –como se dijo– fragmentaria y requería, por ello, de apoyo ideológico que justificara sus inquietudes artisticas.
Su educación musical apenas sobrepasaba el nivel aficionado, y su familia no tenía raíces musicales aunque sí artísticas y culturales.  Wagner, fuera de esa impersonalidad, esa impasibilidad política de la música occidental llamada erudita, estaba imbuido de los contextos culturales y políticos del arte, así como de la política y de la ideología política del romántico y nacionalista siglo diecinueve.   (…)  [N]ecesitaba un adalid plenamente filosófico, y lo encontró en un filósofo melómano, en un discípulo más joven y que precisamente también abrevaba entonces de [Arthur] Schopenhauer [(1788-1860)]: [Friedrich] Nietzsche [(1844-1900)].  Las relaciones entre Nietzsche y el cristianismo, antes que con la religión o creencia trascendente afilosófica en general, son interesantes en este contexto.  Nietzsche veía a su tiempo, si bien con un Dios muerto, como decadente y cargado de religión, de cristianismo.  De una moral de débiles y esclavos.   Pero vio a Dios muerto en el alma de sus contemporáneos; propuso y vio al superhombre reemplazando la valorativa cristiana; al nuevo hombre huérfano de Dios y sus valores.
Así es que Nietzsche, además de muchos nacionalistas románticos alemanes, luego del clasicismo atemporal e ilustrado de orden clásico francés, encontraría en la raíz popular de la época medieval y en los cantos épicos sobre dioses y héroes nacionales un revulsivo teórico wagneriano contra lo que él concebía como decadencia cultural.  Sin duda, pues, Friedrich Nietzsche prefería el escéptico y antropomorfo y mítico Walhalla germánico antes que al muy crédulo Vaticano, al Londres anglicano o a la severa Ginebra calvinista…  Nietzsche asumió parte del esfuerzo teórico filosófico del “wagnerianismo”. 
Los frutos de la amistad de Wagner y Nietzsche no se hicieron esperar: Wagner desarrolló una música llena de color y texturas, que iba mucho más allá del tonalismo romántico tradicional y, ciertamente, de la tradición clásica que representaban músicos como Johannes Brahms.  La lengua vernácula alemana, los temas de origen germánico, escandinavo e incluso celta, y el sentido del drama heroico, se conjugaron entonces para dar lugar a una música nueva que, en el contexto de una Alemania que aún buscaba una identidad nacional, parecía ofrecer una respuesta propia, lejos de los modelos filosóficos importados de Francia (racionalismo), Inglaterra (empirismo) e Italia (cristianismo).
La música de Wagner, potente y expresiva, agregaba dignidad y grandeza a un pasado perdido en el mito, que se convertía ahora en la meta de una nación dividida en diversos Estados y tendencias políticas (recordemos que en ese tiempo convivían en lo que ahora es Alemania el Imperio austríaco, el reino –posteriormente imperio– prusiano, el reino de Baviera, el de Sajonia, y algunos otros pequeños principados diseminados por ese territorio).

Wagner ideó su propia música a partir de lo que ofrecía el romanticismo en boga.  Tomó la tradición sinfonista de Beethoven, incrementó el tamaño de las orquestas (especialmente cuerdas, vientos y bronces)  y, apoyado en una orquestación grandiosa, casi megafónica, se encargó de que sus elaboradas y bellísimas melodías y estructuras armónicas se extendieran literalmente en el tiempo y el espacio para dejar sin aliento a quienes presenciaban sus espectáculos.

De la mano del pensamiento de Nietzsche, abandonó todo contexto cristiano y se lanzó al mundo mítico de los antiguos dioses escandinavo-germánicos, en pro de un paganismo nacional.  El Dios cristiano había muerto.  El héroe nuevo (superhombre) había tomado su lugar.

El nacionalismo alemán y los dramas germánicos.

A Wagner le tocó vivir en una época en la que los pueblos europeos habían desarrollado una fuerte noción del concepto de “nación”.  Algunos de ellos constituían Estados nacionales fuertes y consolidados, incluso de tendencia expansiva, como Inglaterra, Francia, España, Portugal y Holanda, con fronteras bien delimitadas y colonias de ultramar.  Otros, que aún no se habían establecido como Estados nacionales, como Alemania e Italia, buscaban urgentemente su identidad en elementos históricos, folklóricos y culturales propios que les sirvieran de base para su supervivencia y desarrollo. 

Para el pensamiento nacionalista, la creación del Estado nacional era indispensable para realizar las aspiraciones sociales, económicas y culturales de un pueblo.  En efecto, el nacionalismo se caracteriza ante todo por el sentimiento de comunidad de un pueblo, sentimiento basado en un origen, un lenguaje y una religión comunes. Antes del siglo XVIII, momento en que el nacionalismo se conformó como un movimiento específico en Alemania, los Estados estaban basados en vínculos religiosos o dinásticos: los ciudadanos debían lealtad a su Iglesia o a la familia gobernante. Inmersos en el ámbito del clan, la tribu, el pueblo o la provincia, la gente extendía en raras ocasiones sus intereses al espacio que comprendían las fronteras estatales.
Desde el punto de vista histórico, las reivindicaciones nacionalistas se generaron a raíz de diversos avances tecnológicos, culturales, políticos y económicos. Las mejoras en las comunicaciones permitieron aumentar los contactos culturales más allá de su pueblo o su provincia. La extensión de la educación en lenguas vernáculas a los grupos menos favorecidos les permitió conocer sus particularidades y sentirse miembros de una herencia cultural común que compartían con sus vecinos, y empezaron a identificarse con la continuidad histórica de la comunidad.
Algunas voces destacadas contribuyeron a cimentar esta vocación nacionalista:

·         Ya en 1784, el filósofo Johann Gottfried Herder  (1744-1804) publicó Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad, en la que decía que la imitación de los modos extranjeros hacía a los pueblos triviales y artificiosos y que los modos alemanes eran distintos pero no inferiores a los franceses.  El pensador creía que cada pueblo tenía su propio carácter nacional (volk).  Con este planteamiento, los alemanes llegaron a sentirse fascinados por la idea de su unidad política y su grandeza nacional, probablemente porque no tenían ninguna de las dos.   

·         El filósofo Johann Gottlieb Fichte Fichte (1762-1814) se hizo nacionalista cuando los franceses invadieron Alemania, en tiempos de Napoleón.  Acogió la idea del volksgeist y en 1808 pronunció sus Discursos a la nación alemana en los que defendía la idea del carácter nacional alemán.

·         Georg Wilhelm Friedrich  Hegel (1770-1831) señaló que un pueblo no podía ser digno y libre si no poseía un Estado fuerte e independiente.

·         Friedrich Karl von Savigny (1779-1861) decía que el derecho –brazo normativo del Estado– era la creación de cada pueblo; esto es, de su espíritu nacional (volksgeist).  Por ello, lo que era bueno para unos podía ser malo para otros, sin que por ello fuera menos válido, argumento que de alguna manera presagiaba el positivismo de Hans Kelsen (1881-1973) que regímenes como el nazi llevarían hasta las últimas consecuencias. 

·         Los hermanos Jakob (1785-1863) y Wilhelm (1786-1859)  Grimm escribieron sus Cuentos populares.  Viajaron por toda Alemania estudiando los dialectos y recogiendo los cuentos que durante generaciones habían circulado entre el pueblo como producto nacional.  

·         Leopold von Ranke (1795-1886) pensaba que los alemanes habían recibido de Dios la misión de desarrollar una cultura y un sistema político distinto a los franceses. Consideraba, por ejemplo, muy dudoso que los principios constitucionales, parlamentarios e individualistas de los franceses fueran adecuados para adaptarse al carácter nacional alemán.

En el proceso de conformación de un Estado alemán, la lengua jugó un papel fundamental:
La lengua germánica, con su son áspero, su belleza meticulosa y masculina, no es muy apta para lo cantable.  La lengua italiana, con la cálida y meridional dulzura de lo latino, con esa flexibilidad propia y lírica y sonante del tronco grecorromano, es más apta para la lengua- para el verbo- en la música en su línea melódica vocal.  Sin embargo, el lenguaje germánico, en su pureza, en su idiosincrasia de esa áspera belleza del norte, de los fríos legendarios y misterios walhállicos, encontraría en Wagner un amante no solamente de la música pura, como muchos germánicos hasta entonces, sino también –lo mismo que Schumann– de esa literatura y de esa lengua germánica; literatura y lengua vernácula cuya función arquetípica y universal, al mismo tiempo que su apego al terruño étnico, propondría Wagner como superación de la práctica trágica griega.  (…)  La tragedia griega pagana debería ser superada por el drama musical pagano germanista, o sea nacional, wagneriano.  (…)  El medievalismo de los escritores cristianos o católicos del diecinueve fue obviado por el medievalismo pagano y romántico wagneriano.  La nación por sobre la fe. Germania antes que Dios.

Nacionalismo y antisemitismo.

El nacionalismo alemán permitió integrar el militarismo de Prusia, con las ideas de superioridad racial que desarrollaron algunos filósofos y cierto irracionalismo mesiánico y biológico que creía en un destino singular para Alemania y para la raza germánica.  Se trataba de una combinación peligrosa que el tiempo, bajo la égida de Adolf Hitler (1889-1945) y el nazismo, se encargó de demostrar de manera triste y desastrosa para el mundo.

El antisemitismo estaba bien establecido en Europa central y Europa del este.  Los judíos aparecían como una minoría religiosa, extranjera y, en el caso de Alemania, como un grupo étnico no-germánico.  Bajo la óptica nacionalista de los fanáticos, esto equivalía a un status impuro, inferior y, lo que es peor, invasor.  El ideal de la pureza racial era visible en los escritos de los precursores del nacionalismo alemán –como, por ejemplo, Ernst Moritz Arndt (1769-1860) y Friedrich Jahn (1778-185)– y, para la época de Wagner, los judíos ya se encontraban excluidos de algunas de las asociaciones estudiantiles nacionalistas que surgieron antes de 1848 y en algunos países aislados en guetos o barrios dentro de las ciudades. 

Sin embargo, lo decisivo fue que conocidos artistas e intelectuales, como Richard Wagner o Heinrich von Treitschke (1834-1896), profesaran abiertamente en el antisemitismo, porque ello dio a las ideas antisemitas una respetabilidad sin precedentes.  Wagner, en concreto, –liberal y revolucionario hasta el 48, pero cuyas últimas y formidables obras, “El anillo de los Nibelungos”, “Parsifal” y hasta el Festival de Bayreuth que creó en 1876, fueron una exaltación del nacionalismo alemán– dedicó una intensísima actividad a la difusión del antisemitismo.  En su artículo “El judaísmo en la música” [Wagner] decía que la "emancipación del yugo del judaísmo era la mayor de nuestras necesidades” y no daba más razón de ello que “nuestro sentimiento involuntario de instintiva repugnancia hacia el carácter esencial del judío", que se derivaba, en su opinión, de su apariencia y, en el caso de la música, de su condición foránea, que le hacía ajeno a toda tradición artística occidental.  
El argumento era decididamente ofensivo y llegaba incluso al grado de grotesco y criminal.  Llevado por el fanatismo ciego, Wagner terminaría por afirmar en otros escritos que consideraba a la raza judía como "el enemigo nato de la humanidad". 

Ante estas ideas, se ha discutido mucho sobre cuál fue el grado real de influencia de Wagner sobre el nazismo.  Las opiniones varían, pero ciertamente Wagner se convirtió en emblema del nazismo habiendo muerto cincuenta años antes de que ese régimen político existiera.
(…) más que el régimen nazi, era Hitler el wagneriano de pro, el fanático, el amante superlativo de la obra del Maestro. La mayoría de dirigentes nazis se aburrían en Bayreuth, siendo casi únicamente Goebbels (y no siempre) el único entusiasta del repertorio wagneriano.  Incluso un análisis de las principales obras de Wagner –de el “Anillo” a “Parsifal”, pasando por “Lohengrin” y “Tannhäuser”– demuestra que los nazis no encontraron en el repertorio de Bayreuth un elemento de identificación racial e ideológico de su propio programa. Quizá sea “Los maestros cantores de Núremberg” la obra en la que los nazis encontraron el espejo donde mirarse de principio a fin.  Hitler, por ejemplo, adoraba esta obra, por encima del “Anillo” o de “Parsifal”, obra esta última que incluso llegó a despreciar.
Este planteamiento dio a la música de Wagner una connotación odiosa que aún tiene eco en grupos ideológicos, religiosos y políticos.  Sin embargo, obra y pensamiento deben desligarse en este caso, pues ciertamente no se merecen uno al otro. Son muchos y muy ilustres los artistas –judíos y no judíos– que han demostrado y defendido la valía del arte de Wagner, aunque desprecien al personaje y sus ideas.  Se trata, simplemente, de cosas diferentes.

El rencuentro con la tradición cristiana y el distanciamiento con Nietzsche.

Con el tiempo, las ideas de Wagner sobre la importancia relativa de la música y el teatro cambiaron.  Hacia sus últimos años, el compositor reintrodujo algunas formas operísticas tradicionales en las obras de su última etapa, incluyendo Los maestros cantores de Núremberg. 

Para entonces, Wagner se encontraba en una situación muy precaria, marginado del mundo musical alemán, sin ingresos y con muy poca esperanza de poder hacer representar las obras que elaboraba. Antes de abandonar Dresde, había esbozado una obra que finalmente se convertiría en el ciclo de cuatro óperas El anillo del nibelungo (Der Ring des Nibelungen). Inicialmente había escrito el libreto para una única ópera, Siegfrieds Tod (La muerte de Sigfrido), en 1848. Después de llegar a Zúrich amplió la historia para incluir una ópera, Der junge Siegfried (El joven Sigfrido), explorando los antecedentes del héroe. Completó el texto del ciclo escribiendo los libretos para La valquiria (Die Walküre) y El oro del Rin (Das Rheingold) y revisó los otros libretos de acuerdo con su nuevo concepto, completándolos en 1852.
Afortunadamente para Wagner, su música tenía prácticamente embrujados a muchos de los alemanes.  Entre ellos, destacó especialmente –según se dijo– Ludwig II, rey de Baviera.  Hombre desequilibrado, profundamente sensible, se dejó arrebatar por Wagner.  Sentía que el compositor era un hombre superior con cuya alma podía él identificarse.  De alguna manera, pensaba que su misión como rey era llevar adelante el proyecto de Wagner hasta sus últimas consecuencias.

Dotado de capital y poder político, Ludwig hizo enormes inversiones en palacios y teatros para convertirse en el paradigma del príncipe-héroe alemán.  Deseaba vivir en el mundo de los mitos a los que Wagner aludía en sus óperas.  Los castillos de Linderhof, Neuschwanstein y Herrenchiemsee son el ejemplo claro de ese impulso grandilocuente que lo motivó a construir incesantemente, hasta que, eventualmente, perdido ya todo contacto con la razón, fue forzado a abdicar por sus allegados, temerosos de quedar en la más absoluta bancarrota por los derroches del rey.

Para Wagner, Ludwig mandó a construir el gran teatro de Bayreuth, en el sur de Alemania, que aún hoy funciona como santuario de la música de Wagner y donde se celebra actualmente, cada año, un famoso y muy exclusivo festival musical dedicado a este compositor que es un referente cultural mundial (tómese en cuenta que las entradas al festival de Bayreuth deben ser pedidas con una década de antelación).

Con la aparición de la ópera Parsifal, en 1882, basado en las leyendas medievales arturianas sobre la búsqueda del santo Grial, Wagner dio un giro de vuelta al cristianismo.  Como resultado,  el filósofo Nietzsche se distanció de Wagner con gran enojo y pasó a considerar al músico como uno más de la decadencia generalizada en Europa que había provocado el pensamiento cristiano.

(…) “Parsifal” termina demostrando que la semántica wagneriana había sido siempre –esencialmente– artística, estética… Que su apuesta por los dioses germánicos, más allá de la expresión de las formas musicales, era una apuesta a la sensibilidad nacional, antes que una trascendencia de los valores extramusicales y extraliterarios.
Y es que la semántica de Wagner no era esencialmente filosófica; no era una trascendencia acristiana o irreligiosa, sino una trascendencia notablemente artística, y, más específicamente, de identidad y apuesta nacional, étnica –o acaso racista– y cultural.
Toda filosofía, todo pensamiento de sentido completo, más allá del supuesto coqueteo germanista que muchos vieron en Nietzsche, tiende a la universalidad, abstrayéndose del terruño. Pero Wagner, al final de sus días, en su último suspiro y en su expiración parsifaliana, prefiere una trascendencia o valoración incluso de aire cristiano, unos valores más bien acotados y nacionales, antes que una trascendencia y unos valores filosóficos o nietzscheanos.

Estilo musical e influencia artística.

Las obras de Wagner, particularmente las de su último periodo (que corresponden a la etapa romántica de su vida), destacan por su textura contrapuntística, su riqueza cromática, su armonía y su elaborada orquestación, que incluye un extenso uso de los leitmotivs, temas musicales asociados a caracteres específicos o elementos dentro de la trama.  Wagner fue pionero en varios avances del lenguaje musical, tales como un extremo cromatismo o “color orquestal” o el cambio rápido de los centros tonales, lo que influyó en el desarrollo de la música clásica europea.  Su ópera Tristán e Isolda es considerada por muchos como el punto de partida de la música contemporánea.  

Además, la influencia de Wagner se extendió más allá de la música hacia la filosofía, la literatura, las artes visuales y el teatro.  El Festspielhaus de Bayreuth fue construido para escenificar sus obras del modo que él las imaginaba y según sus necesidades de ubicación de actores/cantantes, escenografía y músicos.  En Bayreuth, Wagner estrenó la tetralogía del Anillo y Parsifal.  Igualmente, allí  se siguen representando sus óperas más importantes.

 Al principio, Wagner siguió la tradición romántica de músicos como Weber y Meyerbeer, sin suceso.  Luego con un estilo mejor perfilado, fundamentó su reputación como compositor en obras como El holandés errante y Tannhäuser que seguían –aunque a mucha mayor elevación– la tradición romántica de los compositores románticos dichos.

La técnica de leitmotiv ("motivo-líder"), que él trabajó como marca de su arte, hacía posible representar muchas cosas más, como, por ejemplo, reproducir musicalmente los pensamientos de los personajes, la situación anímica general y las consecuencias de los acontecimientos.  El uso de los motivos fijos iba a ser así el portador del contenido del drama.
Todo motivo importante va acompañado por un “leitmotiv” musical, y hay segmentos musicales más o menos extensos que están construidos exclusivamente con ellos.  Por ejemplo, hay docenas de “leitmotivs” repartidos en “El anillo del nibelungo!. Frecuentemente ocurren como referencias musicales a la presentación del sujeto en escena, o a una referencia dentro del texto.  Muchos de ellos aparecen en más de una de las óperas de ese ciclo, algunos incluso en las cuatro.  Cada uno de los varios aspectos de varios sujetos es representado por un “leitmotiv” propio.  A veces, como sucede con el personaje del “Pájaro del Bosque”, varios “leitmotivs” son asociados con un solo personaje.
Con gran variedad de armonías e instrumentación, el drama wagneriano alcanza alturas inusitadas, con una suntuosidad sónica que deriva de la extraordinaria técnica del compositor.  Como dice un comentarista:
Así como Beethoven introdujo el drama en la sinfonía, Wagner introdujo la sinfonía en el drama y a partir de este hecho la orquesta es verdaderamente tal y no un pretexto para acompañar a los cantantes en sus divagaciones de vocalización.
Es decir, la orquesta recibe un papel extraordinario. Con su música aparecen por primera vez en la historia las voces de la naturaleza: el fuego, el agua, el bosque, la noche, la luz solar. Y también aparecen los sentimientos humanos descubiertos más tarde por Freud [(1856-1939)]: el miedo, el odio, el éxtasis, el heroísmo y la felicidad.
Se dice que la música de Wagner es larga, pero el espectáculo así lo requiere y lo merece.   También son largos El Quijote, de Miguel de Cervantes (1547-1616) y La Divina Comedia de Dante Alighieri (1265-1321).  Se dice que es pesada, pero lo mismo puede decirse de obras como el Fausto, de Johann Wolfgang Goethe (1749-1832) o El Paraíso perdido de John Milton (1608-1674).  En realidad hay que aceptar que todo lo grande y profundo parece pesado, especialmente para quien no está dispuesto a darle a este tipo de obras el tiempo necesario para exponerse a ellas y cultivarse en lo personal.  Es claro que las obras sin sustancia –frívolas, podría decirse– se leen o se escuchan por puro entretenimiento en poco tiempo, aunque se les dediquen horas interminables.
Hay que presenciar las óperas de Wagner para redondear una formación cultural integral.  Independientemente de la personalidad desagradable del artista o sus ideas enfermizas sobre la sociedad, las obras de Wagner son un tesoro inapreciable del género humano. 
Difícilmente puede leerse algo que dé idea exacta de la grandiosidad de “Tannhäuser”, el idealismo de “Lohengrin”, la sublimidad de “Tristán e Isolda”, o las inmensas y colosales concepciones de las obras que componen “El anillo del nibelungo”.
A partir del trato dado por Wagner a la orquesta, surgieron derivaciones de gran brillo orquestal en los compositores que vinieron con posterioridad, como Claude Debussy (1862-1918), Maurice Ravel (1875-1937), Richard Strauss (1864-1949), Igor Stravinsky (1882-1971), Giacomo Puccini, Aleksandr Scriabin (1871-1915), Béla Bartók (1881-1945), Arnold Schönberg (1874-1951) y muchos más.
Programa de este jueves: El anillo del nibelungo.

La música de Wagner es tan acabada y pulida, que se puede presentar con prescindencia de las voces y, aún así, comunica todo el drama que está tras ella de una manera coherente y completa.  Los preludios de sus óperas (algo así como oberturas) son piezas de un contenido temático intenso y conforman prácticamente poemas sinfónicos por derecho propio. 
Este jueves presentaremos, como introducción a Wagner, música de su ciclo El anillo del nibelungo, sin las voces de sus óperas.
Aspectos generales de la obra.
La escala de este ciclo es decididamente épica.  En él interactúan dioses, héroes y diversas criaturas mitológicas, como enanos y dragones, en sus luchas alrededor de cierto anillo mágico que otorga poderes de dominación sobre el mundo entero a condición, eso sí, de renunciar al amor (se dice –aunque esto lo negara enfáticamente el autor– que en esta saga se inspiró J.R.R. Tolkien (1892-1973) para escribir su famoso El señor de los anillos. 
El drama y la intriga de El anillo del nibelungo cubre tres generaciones de protagonistas, desde El oro del Rin hasta el cataclismo final que tiene lugar en El ocaso de los dioses, la última de las óperas, en la que se pone fin a la saga. Todo gira –como se dijo– en torno a un anillo mágico, forjado por el enano nibelungo Alberich, con oro robado del río Rin.  Diversos seres míticos luchan por la posesión del anillo, incluido el dios Wotan (Odín), el jefe de los dioses, quien no puede hacerse del anillo, en virtud de sus limitaciones, por lo que planea su obtención por medio del héroe Sigfrido.  Wotan desea evitar que el poder del anillo sea mal utilizado, pues eso podría ocasionar la destrucción de los antiguos dioses.
En el Cantar de los Nibelungos (Nibelungenlied), poema germano del siglo XII, la obra en la que Wagner se basa para su tetralogía, se narra la gesta del héroe y príncipe Sigfrido, un cazador de dragones de la corte de los burgundios.  Wagner enriquece la trama del Cantar con la introducción de los dioses y otras criaturas que aparecen en lucha por el anillo de Alberich.  Esos roles resultan de la adaptación y amalgama de diversos mitos y cuentos folclóricos germanos y escandinavos:
a.       Las Eddas de la antigua mitología nórdica, por ejemplo, son la fuente del material para El oro del Rin; 

b.      La Saga Volsunga, que es un texto islandés escrito en prosa a finales del siglo XIII, es la base principal de La valquiria; 

c.       Sigfrido presenta elementos de las Eddas, la Saga Volsunga, la Saga de Thidreks  (sobre el rey godo Teodorico y sus esfuerzos por recuperar su trono con la ayuda de Atila, el huno) e incluso de los Cuentos de los hermanos Jakob y Wilhelm Grimm: Juan Sin Miedo y La Bella Durmiente; y, 

d.      El ocaso de los dioses, se basa en El cantar de los nibelungos, que es –como se dijo– la inspiración original para el Anillo y la razón del nombre de esta saga.
Según Richard Strauss El anillo del nibelungo representa la cumbre del progreso del drama tras dos quinientos mil años de historia.

El oro del Rin.
Tres ninfas custodian el oro situado en el fondo del río Rin.  El enano Alberich (un nibelungo) lo roba y fabrica con él un anillo mágico.

El dios Wotan ha ordenado a dos gigantes que levanten un castillo o fortaleza para habitar.  Les dará como premio a Freya, la diosa de la Juventud, pero ésta se niega a cumplir con tal designio.  A falta de un premio para los gigantes, Wotan se pone de acuerdo con Loge (el semidiós del Fuego) para apoderarse del oro acumulado por Alberich para ofrecérselo a los gigantes en lugar de Freya.

Mientras tanto Alberich ha adquirido un manto mágico que le permite hacerse invisible o transformarse en diversos animales. Sin embargo, mediante una artimaña Wotan lo apresa y se hace con el anillo y el manto.  Alberich pone entonces una maldición sobre todo aquél que desee el anillo.

Los gigantes han tomado a Freya y reclaman el tesoro y el anillo para liberarla en pago de sus trabajos. Wotan se ve forzado a entregárselo tras la intercesión de Erda, la Diosa de la Tierra.  Ya con el anillo, la maldición se manifiesta y uno de los gigantes mata al otro y huye con el oro y el anillo. Finalmente Wotan y otros dioses entran triunfalmente en la fortaleza mágica (el Walhalla). En la última escena las ninfas lamentan la pérdida del oro.  Loge, quien no puede entrar a Walhalla por ser sólo un semidiós, se burla tanto de ellas como de los dioses y anuncia la caída futura de estos últimos.

La valquiria.
Las valquirias son las nueve hijas del dios Wotan y Erda, la madre Tierra, concebidas como doncellas guerreras para defender el Walhalla (la patria de los dioses), que estaba en constante acecho por parte de los nibelungos.  Tenían como función, además, recoger las almas de los héroes muertos en batalla para llevarlos a su descanso eterno al Walhalla.

La ópera La valkiria explica los orígenes de Sigfrido, el encargado de recuperar el anillo.  Para realizar esta misión Wotan había bajado a la Tierra para engendrar un semidiós (hijo de una mortal y un dios) con el fin de encargarle esa tarea.  Con ese propósito, Wotan engendra dos hermanos: Sigmundo y Siglinda, que son separados poco después de nacer.  
Al cabo de los años, los hermanos se reencuentran y se enamoran, sin saber su relación.  Luego de un combate en el que interviene una espada mágica incrustada en una piedra, de donde sólo Sigmundo es capaz de sacarla (nótese la similitud con la leyenda arturiana de Excalibur), Sigmundo muere y es trasladado al Walhalla.   Siglinda es también conducida por Brunilda, una de las valkirias (la hija preferida de Wotan), en este caso a la roca donde éstas se reúnen regularmente.  Allí le dice que reconstruya los trozos de la espada de Sigmundo, que será el arma con la cual el hijo que Siglinda lleva dentro (Sigfrido), está destinado a recuperar el anillo.
Los hechos de Brunilda constituyen una desobediencia a Wotan, quien la castiga entonces despojándola de su inmortalidad y dejándola a merced del guerrero más valiente que la encuentre (que no es otro que el futuro Sigfrido).  Para ello, la sume en un profundo sueño y la deja protegida, mientras llega la hora de que Sigfrido la encuentre, por el fuego sagrado que Loge pone a su derredor.

Sigfrido.
Sigfrido ha sido criado por Mime, hermano de Alberich.  Para entonces, Siglinda, su madre, ha muerto, sin haber podido arreglar la espada mágica.  Está decretado que sólo un hombre que no conoce el miedo será capaz de arreglar la espada.  Ese hombre es Sigfrido, quien finalmente puede hacerlo ahora que ha crecido.  Mime ambiciona que Sigfrido recupere el anillo para él, pero esa ambición es su propia perdición, pues al querer el anillo para sí ha atraído la maldición sobre él.

Sigfrido se enfrenta al dragón Fafner, quien para entonces custodia el anillo y el tesoro robados por Alberich, y lo vence con su espada mágica.  La sangre del dragón le permite entender a los animales y adivinar los pensamientos.  Además –como se verá luego–, esa sangre lo hace invulnerable al bañarse en ella.  Sin embargo –en forma similar al Aquiles griego–, este baño deja al héroe con un punto débil.  En este caso, se trata de una parte de su espalda, a la que no llega la sangre del dragón.

Al darse cuenta, mediante una lectura de sus pensamientos, de que Mime quiere matarlo por el anillo, Sigfrido acaba con él primero.  Luego, advertido por un pájaro, va en busca de la mujer que yace dormida en el medio del bosque, protegida por el fuego.  Igualmente, toma el tesoro que Fafner resguardaba y se lo lleva con el anillo.  A partir de ese momento, Sigfrido carga con el peso de la maldición de Alberich.
Sigfrido encuentra a Brunilda en medio del bosque y se enamora de ella.  Es así como conoce el miedo (el amor o vulnerabilidad) y se muestra confiado en enfrentar el mundo nuevo que se avecina.  Brunilda lo hace invulnerable, a excepción de su espalda, ya que cree a Sigfrido incapaz de dar la espalda a sus enemigos. Para ello utiliza –como dijimos– la sangre del dragón.
Lograda la unión de Sigfrido y Brunilda, Wotan declara que ya no tiene miedo al fin de los dioses, porque sabe que de la pareja de Sigfrido y Brunilda (Adán-Eva) surgirá una estirpe capaz de crear un mundo mejor en ausencia de los habitantes del Walhalla.
El ocaso de los dioses.
En esta ópera se narra cómo el anillo del nibelungo provoca la muerte de Sigfrido, pero también la destrucción del Valhalla, morada de los dioses.
Sigfrido se despide de Brunilda, su amada, a quien entrega el anillo como prenda de su amor, y parte en busca de aventuras.  Brunilda recibe la visita de su hermana valquiria Waltraute, quien le implora que devuelva el anillo al Rin, dado que ahora la maldición está perjudicando a dioses y mortales.  Sin embargo, Brunilda se niega a deshacerse de la prueba de amor que le dio Sigfrido, y Waltraute se va desesperada.
Entretanto, Sigfrido llega al palacio de los guibichungos (los burgundios), pobladores de una de las riberas del Rin, donde reina Gunter.  El medio-hermano de Gunter es Hagen, hijo de Alberich, quien conspira para recuperar el anillo.  Incitado por Alberich, Hagen aconseja a Gunter tomar una esposa, así como encontrar un marido para su hermana Gutrune (la Krimilda de El cantar de los nibelungos).  Sugiere a Brunilda, la mujer dormida del bosque, como esposa para Gunter, y a Sigfrido como marido para Gutrune, como medio para deshacer la unión entre Sigfrido y Brunilda.  Hagen da a Gutrune una poción mágica para hacer que Sigfrido olvide a Brunilda y se enamore de Gutrune, pues necesita que Sigfrido colabore con la estratagema, ya que sólo Sigfrido es capaz de conquistar a Brunilda para Gunter.
Sigfrido toma la poción que le da Gutrune y olvida a Brunilda para enamorarse de la hermana de Gunter.  Accede a ayudar a Gunter a conquistar a Brunilda, y con la ayuda del manto mágico, que no sólo lo hace invisible sino que le permite adquirir otras apariencias.  Así, toma el aspecto de Gunter y va en busca de Brunilda y la somete, sin que ésta se dé cuenta del cambio de identidad.  La despoja del anillo, para consternación de Brunilda, que lo tiene –según lo dicho– como prueba del amor de Sigfrido.
Llevada al país de los guibichungos, Brunilda descubre la traición de Sigfrido al ver el anillo en su dedo.  Despechada y sin saber de la estratagema de Hagen, Brunilda se alía con éste para tomar venganza contra Sigfrido y le cuenta sobre el punto débil del héroe en su espalda.  Hagen aprovecha una cacería a la que invita a Sigfrido para matarlo, cuando el héroe se baña en el río. 

De vuelta en el palacio con el cadáver de Sigfrido, Hagen trata de hacerse con el anillo.  En una disputa con Gunter, Hagen mata a Gunter.  Brunilda toma el anillo y lo lanza al Rin, donde lo reciben de vuelta las ninfas que lo custodiaban en tiempos de Alberich.  Hagen trata de rescatarlo, pero es arrastrado hasta el fondo del río y muere.  En ese momento, se desploma el palacio de Gunter, el Rin se desborda y, a lo lejos, se ve como el Valhalla arde en llamas y desaparece, para dar lugar a un mundo nuevo.

El espectáculo en el que estos hechos se desarrollan es magnífico, tanto visual como sónicamente.

La música del Anillo es profunda y ricamente texturada, creciendo en complejidad a medida que el ciclo se desenvuelve.  La técnica del motivo temático musical, o leitmotiv, es utilizada de manera magistral por Wagner a lo largo de la tetralogía.  Los motivos temáticos van sonando a medida que los principales personajes, emociones, lugares y otras circunstancias van apareciendo en la obra, y reaparecen evolucionando de muy diferente manera a lo largo de la misma. (…)
Los avances en orquestación y tonalidad que Wagner hizo en esta obra son de importancia crucial en la historia de la música occidental.  Wagner tuvo quizás el mejor sentido del sonido orquestal de todos los compositores románticos; la gigantesca orquesta del Anillo le daba una amplia paleta de 17 familias de instrumentos (incluyendo la tuba wagneriana, un instrumento que él inventó para llenar el vacío entre el corno francés y el trombón, y variaciones de instrumentos existentes, hechos exprofeso para estas óperas, como la trompeta baja y el trombón contrabajo, que usa un doble tubo deslizador), que podían usarse por separado o en cualquier número de combinaciones para dar un infinito rango de expresión al gran abanico de emociones y eventos de la historia.  Por esta misma razón, Wagner debilitó el esquema tonal tradicional al punto de que la mayoría del Anillo, especialmente a partir del tercer acto de Sigfrido, no puede clasificarse como en alguna “clave” determinada, sino más bien en “áreas tonales”, cada una de ellas fluyendo suavemente en la siguiente.  Esta ductilidad, que evitaba la necesidad musical de incluir en la partitura “puntos y aparte”, es decir, silencios para ajustar tonalidades, fue un componente integral que permitió a Wagner la construcción de las enormes estructuras musicales: “El oro del Rin” son dos horas y media de música continua, sin un solo segundo de silencio.
La indeterminación tonal se ve además aumentada por la vasta libertad con la que Wagner usó las disonancias.  Acordes simples (mayores o menores, es decir, consonantes) son raros en el Anillo, y tanto esta obra como su Tristán e Isolda son reconocidos mundialmente como hitos en el camino hacia la ruptura revolucionaria de Arnold Schoenberg con los conceptos tradicionales de tonalidad y clave, y la negación de la consonancia como principio organizador en la música.

Durante nuestra sesión, tendremos a la Orquesta Filarmónica de Berlín, con su calidad técnica y artística usual, que es prácticamente inmejorable, esta vez a cargo de Lorin Maazel (1930-), el famoso director estadounidense que fue niño prodigio y protegido en su  momento del gran Arturo Toscanini (1867-1957). 
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Están todos invitados a acompañarnos.  Sólo tendremos extractos de la música del Anillo, pero son inolvidables.

Saludos,
Carlos.