Jorge Amado, el bossa nova, Astrud Gilberto y una
anécdota sobre Nueva York.
Hace como treinta
años vivía en Nueva York y una noche me invitaron a ver una película brasileña
que por entonces estaba en cartelera, en uno de los cines de la ciudad. La
película era Doña Flor y sus dos maridos,
de Bruno Barreto (1955-), basada en la obra de Jorge Amado (1912-2001). Actuaban
la guapa Sonia Braga (1950-), en ese momento en la cumbre de su popularidad;
José Wilker (1946-2014); y, Mauro Mendonça (1932-).
En la película, una
mujer (Braga) está casada con Vadinho, un hombre joven y fiestero (Wilker),
quien la ama a su manera: un amor más carnal que considerado. Ella queda de
repente viuda e inconsolable, en medio de una parranda carnavalesca de su
Vadinho. Luego de un largo luto, doña Flor es cortejada por el bueno y
respetuoso –aunque bastante aburrido– Dr. Teodoro, quien eventualmente se
convierte en el segundo esposo de la resignada doña Flor. Ella le quiere, pero
no lo ama realmente. Sin embargo, el Dr. Teodoro sabe ofrecerle seguridad,
fidelidad y estabilidad.
Ante la falta de
pasión en su vida, de alguna manera Vadinho regresa como un fantasma lascivo y
desnudo a la vida de doña Flor, quien añora la pasión animal de su salvaje
ex-marido, aunque formalmente lo niegue por respeto a la sociedad que
representa el Dr. Teodoro, siempre impecablemente vestido. La película transcurre
entre los encuentros y desencuentros de los miembros de ese trío.
La historia es muy
simpática, pero también tiene profundidad. Está llena de simbolismos referentes
a la condición de la mujer en nuestras sociedades. Resalta, especialmente, la
tensión entre los anhelos de la mujer y la rigidez de los convencionalismos
sociales que la aplastan.
Bueno, pero para
seguir con la historia de mi visita al cine esa noche, debo decir que, durante
el curso de la película, la trama fue adosada por una extensa colección de
música linda y sugestiva, con un claro sabor a Brasil.
En fin, terminó la
película y yo me despedí de mi amigo. Era viernes y al día siguiente podía
levantarme más tarde. Con eso en mente, en el camino de vuelta a mi
apartamento, iba intoxicado con los ritmos y melodías escuchados, sin saber
cómo se llamaban o quién los interpretaba. Decidí entonces pasar a Tower Records, cerca de Lincoln Center, para ver si localizaba
algún disco con el soundtrack de la
película. En esos tiempos, sin tiendas digitales, la música se compraba “en
duro”; es decir, grabada en CDs que venían en su cajita de plástico para
protegerlos. Tower Records era el
paraíso de los CDs. Los había de todos los géneros, organizados por secciones
especializadas y selladas para que uno pudiera ingresar a ellas, con música de
fondo adecuada al gusto del cliente, en lugar de una sones dispersos e
incompatibles por todas partes.
Pues bien, llego a Tower Records y eran casi la 12:00
medianoche, hora del cierre de la tienda. Me voy directo a la sección de música
internacional, donde estaban los discos con canciones en idiomas exóticos como
el español y el portugués. Justo en esa
parte de la enorme tienda, había una mujer de mediana edad revisando discos en
la mesa de música del Brasil. Tuve que
esperar un rato, preocupado de que no me diera tiempo de encontrar el disco que
buscaba antes del cierre, ya que los minutos pasaban y la señora simplemente se
había estacionado en la mesa de los discos, sin pinta de irse.
Finalmente, la señora se movió un poquito y pude atacar
la mesa, pero no encontré el soundtrack.
Entonces, me animé a consultarle, a ver
si me orientaba, pues parecía conocer bien la sección. Me preguntó qué buscaba, con un acento
portugués marcado, y le dije que la música de la película que acababa de ver,
así como otros discos de bossa nova en general que me pudiera recomendar, con
canciones como Agua de beber o La chica de Ipanema. Ella me volvió a ver en ese momento y me dijo “–Soy
yo–”. Yo pensé que no me había entendido y le volví a explicar y ella, muy
seria, repitió su “–Soy yo–”. Viendo que no la comprendía, metió a mano entre
las filas de discos en exhibición y sacó uno que me mostró de seguido: ¡era
ella en la portada!, un poco más vieja en ese momento, pero claramente la misma
persona,
El disco pertenecía
a Astrud Gilberto (1940-), la famosa cantante de “La chica de Ipanema”, el
éxito de Antônio Carlos “Tom” Jobim (1927-1994) y Vinicius de Moraes
(1913-1980). Luego supe que Astrud Gilberto había estado casada con João Gilberto
(1931-) –uno de los fundadores con Jobim y Moraes de la bossa nova – y que
luego había sido novia o esposa del famoso jazzista Stan Getz (1927-1991).
Bueno, para
terminar el cuento, compré el disco, que ella diligentemente me autografió, así
como todos los que quiso recomendarme. Eran muchos para mí, pero no tenía como
rechazar sus recomendaciones. Ese fin de semana, pasé clavado en el
apartamento, oyendo los discos, en particular La chica de Ipanema de la señora Gilberto.
No volví nunca a
verla, pese a que me asomaba por la sección de música internacional cada vez
que visitaba la tienda. Quería agradecerle nuevamente sus recomendaciones.
Hoy, treinta y
tantos años después, sigo sin conseguir el soundtrack
de Doña Flor y sus dos maridos,
aunque tengo algunas de las piezas individuales de Chico Buarque (1944-) en
varios CDs separados.
En fin, una
anécdota para compartir, que recuerdo con gran cariño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario