Parto de la premisa de que, así como el mundo (la historia) causa el
arte, por medio de los procesos político-económicos que en él se desarrollan,
así también hay manifestaciones del arte propiamente dicho que son capaces de
causar o cambiar al mundo en determinados momentos. Trataré de explicarme.
En una discusión anterior, a propósito de los mensajes de violencia que
encontramos en manifestaciones artísticas como el cine, indiqué que hay
momentos señeros en los que un artista o, incluso una obra de arte, puede
reformar al mundo. Pienso, siguiendo el
ejemplo que alguien mencionara, en genios como Miguel Ángel, cuyos trabajos en
la Capilla Sixtina dieron origen al manierismo y, de muchas formas, al barroco
subsecuente. Se me ocurren también otros
ejemplos, como los escritos de Platón para el desarrollo de la filosofía; o la
visión cosmológica de Copérnico, en la futura Europa protestante; o en
Shakespeare y su influencia sobre la literatura inglesa; o en Beethoven, con su
Tercera Sinfonía y el rompimiento que
ésta significó respecto al clasicismo musical; o en Stravinsky, con el revuelo
causado con La consagración de la
primavera; o en Picasso y su cuadro Las
damiselas de Aviñón. Hay muchos ejemplos más que ciertamente podríamos
enumerar.
No pretendo, por supuesto, decir que esas obras rompieron por sí solas,
fuera de todo contexto, con el canon estético de entonces, pero ciertamente con
ellos se dieron golpes demoledores para variar el entendimiento del mundo y,
como parte de ese mundo, de su canon para comprender o calificar el arte y la
cultura humanas.
En relación con esto, debo hacer dos consideraciones, la primera de
orden valorativo y la segunda económico-mercatil: (i) en toda esta relación
arte-sociedad intervienen, además, componentes axiológicos relativos a la
teoría del arte y la estética, en tanto que estudio de la esencia y la percepción de la belleza, pero
a eso me referiré más abajo; y, (ii) naturalmente, este proceso recíproco de retroalimentación tiene
influencia sobre el mercado del arte, visto como producto de la cultura, y por
lo tanto posibilita su manipulación, pero en esos casos se trata más bien de
situaciones accesorias al manejo del producto artístico y no necesariamente a
la influencia del arte como expresión sensible del espíritu humano sobre la
sociedad en medio de la cual se desarrolla y manifiesta. Esos avatares del mercado no afectan, como
efecto obligado, la noción propiamente del “Arte” (así, con mayúscula), sino
únicamente los subproductos que un sector pequeño del mercado está dispuesto a
recibir (justificada o injustificadamente) como muestras de ese Arte.
Antes de entrar en los aspectos valorativos, creo importante, sin
embargo, referirme al relativismo cultural al que se ha hecho mención durante
la discusión. Coincido, en general, en
que hay cierto relativismo en materia del canon, como lo demuestra el simple
paso del tiempo en la historia, o las variaciones culturales que son evidentes
de un lugar a otro, aún contemporáneamente.
Hay un canon griego y uno egipcio; un canon occidental y otro chino; un
canon cristiano y otro musulmán. Esa
variabilidad no es únicamente social, sino que me parece que refuerza la idea
de que los individuos podemos variar el canon prevaleciente en un medio dado con
chispas de genio que luego marcan el devenir del arte. Eso no significa la anarquía del concepto del
Arte, según lo que a cada cual le importe o guste, sino, simplemente, que el
canon tiene ramificaciones que no son absolutas ni eternas en tanto que depende
del arte como manifestación cultural.
Por otra parte, está el rol del crítico o connoisseur: ese ser informado y sensible que representa a todos
los que aspiran a saber o efectivamente saben sobre el arte. Como individuo, esta persona pertenece a un
grupo social determinado, con sus propias características culturales. Sin embargo, debe ser capaz de ponerse por
encima de esos condicionamientos para ver el arte por lo que vale; es decir,
sin sujeción a espacio, tiempo o prejuicios de otro tipo. La sola existencia de estas personas, nos
permite pensar que, por encima de los cánones particulares de una cultura, hay
un canon más amplio, que abarca el quehacer artístico humano y que, como
sistema estético, es válido y existe universalmente. Ese es el canon del arte con mayúscula, que
está más allá de los cánones particulares que relativiza la cultura
La distinción me parece importante entonces para entender el valor de
los relativismos y la posibilidad, al mismo tiempo, de hablar de “ARTE” como
fenómeno humano superior, sin limitarlo a determinada civilización o forma
cultural.
El planteamiento es idealista y sus raíces se remontan a Platón,
claro. Pero lo encuentro enteramente
válido y especialmente útil para explicar este fenómeno de modo consecuente.
El problema –claro– es que al aceptar la autonomía de la estética
respecto a un plano cultural determinado, de alguna forma defendemos la idea de
que ese arte debe ser entendido en sus propios términos, independientemente de
sus condicionamientos originales o contextuales. Esto equivale a ver el arte por lo que dice o expresa por sí mismo, en términos que
apelan únicamente a la sensibilidad humana con toda independencia de otros
condicionamientos.
En esto la
estética, como teoría de la percepción de lo bello, tiene un papel
preponderante, pues –como diría Kant (de la mano de Platón)– estaríamos pensando
en el arte como manifestación de un sentimiento, imperativo o idea pura, que
está en el alma humana, y que el artista requiere expresar como resultado de
una necesidad vital.
Así las cosas,
el arte sería la expresión de un sistema de valores y, en tanto tal, sería
también una expresión de la esencia humana, cuya vocación es trascender a la
materia. Por eso es materia de las
humanidades. El artista forja materia
para darle significación, conforme al sentido que busca dar a su propia
vida. Si sus valores están contenidos en
la obra de arte, habrá arte que, por un conjunto de razones que no siempre se
logra (técnica, habilidad expresiva, materia utilizada, tema, etc.) logran trascender
lo ordinario para prevalecer en el tiempo, por encima incluso del artista y la
sociedad que les dio origen y que, luego, se vieron afectados por la existencia
de esa obra.
En resumen,
pienso que la apreciación del arte es una tarea delicada, que requiere estudio
y a la vez amplitud (especialmente lo último).
Para ello se requiere una sensibilidad amplia y desprejuiciada, que
permita gozar de lo “bello” (aún en los casos en los que esa belleza es “fea”),
como expresión superior del genio humano.
Esto, obviamente, descalifica todos los subproductos culturales que
aspiran a ser arte pero que no alcanzan esa dimensión (que son los más) y
limita el campo del arte aquello que realmente comunica algo al ser humano (un
valor), que es capaz de sobrevivir en el transcurso del tiempo y del espacio,
quien quiera que sea la persona sensible que le dedique algo de su atención a
la obra.
Me dirán que
hablo del arte en términos elitistas.
Quizá. Pero estaríamos pensando
en una élite sensible (más auténticamente humana, si se quiere), no en una
élite meramente económica o política.
Dicho de otro modo, ese mensaje expresivo, que atrapa la sensibilidad
del esteta, depende de la capacidad del artista para dar significado a su
obra. Mayor será el artista que, más
humanamente –en el sentido de los valores que expresa y que conforman su
humanidad–, logre comunicar en su obra aquello que siente y forma parte de
él. Por ello, cuando una obra concentra
en sí expresiones de profunda humanidad, se hace asequible a todo aquel que,
con sensibilidad suficiente, puede percibir esa humanidad en la obra, para
interpretarla y sentirla.
Se ha dicho que, a mayor genio artístico, más fecunda en
interpretaciones será la obra para su espectador, oyente o lector. Yendo un paso más allá, podría decirse que la
obra de arte será siempre más rica que cualquier interpretación que podamos
hacer de ella, como si fuera depositaria de una fuerza espiritual que nos
supera y subyuga a cada instante, porque es reflejo de todo lo que, como seres
humanos, pretendemos alcanzar a comprender o sentir y que, de alguna forma, nos
elude. En esto podríamos quizá pensar
en Heidegger, para decir que el arte nos acerca a la esencia del ser como
“forma” o “expresación” de ese ser. Es
por eso, entonces, que hay obras de arte que son objeto de estudios de toda
clase, una y otra vez, y forman parte de nuestro inconsciente personal y
colectivo. Representan o conforman arquetipos
de nuestro ser que nos resultan ineludibles.
En consonancia
con lo anterior, es por esto que no hay una “ciencia de lo bello” (sino apenas una “crítica de lo
bello”), pues siempre habrá espacio para la interpretación de la obra. Podremos crecer con ella por la eternidad, en
tanto la obra nos acerque a nuestra esencia mediante su degustación.
Obras del tipo dicho son la base de ese canon artístico superior, que es comú a todos nosotros: negros, blancos u orientales, pobres o ricos, noruegos o peruanos. Es cierto que, en algunos casos, es necesario sensibilizarnos un poco mpas de los usual para llegar a comprender ciertas obras a cabalidad, pero eso no es un defecto de la obra de arte, sino de nuestra formación ("de-formación" quizá sea un mejor término) cultural. Por eso la estética tiene aspectos intuitivos, pero también intelectuales, que no deberían descuidarse. En cualquier caso, la obra existe por sí misma (como expresión de forma y contenido) y comunicará su humanidad ("belleza" o "esencia") hasta donde podamos percibirla. Por esa razón, una vez superado el obstáculo de nuesra insensibilidad, desconocimientos o ignorancia, para ver lo que está allí, esas obras nos serán tan preciadas como aquellas formas que nos resultan mpas sencillas, tradicionales o conocidas según nuestro haber cultural.
Visto así, el arte estaría constituido por
puntos referenciales básicos de nuestra humanidad, por medio de los cuales
tratamos de entendernos a nosotros mismos y, si se quiere, engrandecernos para
alcanzarlos. En ese sentido, como dijo
Emerson, esas obras vendrían a ser el horizonte más allá del cual no podemos
ver otra cosa en un momento dado.
Algo más, que ya indiqué: como puntos
referenciales, las obras que forman parte del canon artístico son
inescapables. No podríamos entender el
mundo sin ellas y, una vez que se presentan, lo alteran irremediablemente. Así, para empatar con la idea con la que
comencé, esas obras son resultado de las cosas que nos rodean, pero también son
sus forjadoras, en una espiral eterna que fluye como parte de nuestra
naturaleza.
Desde ese punto de vista, la crítica de arte
es en realidad –en su mejor expresión– una manera de llevar un registro particular
del alma humana, pues se concentra en un producto cultural con el fin de
reflejar, a su vez, la auténtica naturaleza del ser-artista que dio origen a la
obra, tanto en su condición personal (como individuo), como en su condición de
representante destacado de la sensibilidad humana; es decir, como un ser capaz
de transmitir espiritualidad, pasión e imaginación frente a los estímulos que
ha recibido.
Nuevamente
para citar a Emerson, quien en este caso se refería a la literatura (aunque me
parece que ello aplica al gran arte en general), éste decía que en los grandes
escritos somos capaces de reconocer nuestros propios pensamientos, ya
olvidados, que regresan a nosotros con toda majestad, si bien matizados por el
poder o circunstancia del escritor al que leemos. Algo similar podemos leer en Borges, que nos
habla de ese único libro que tantas veces se ha escrito –y se seguirá
escribiendo– que no es otra cosa que nuestra alma en su irreprimible deseo de
manifestarse sensiblemente.
En fin, me he
extendido mucho para comunicar lo que ustedes han sembrado con su
discusión. Espero que me cuenten lo que
opinan.
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