Obviamente, se trata de medidas subjetivas que pueden ir en un sentido o en otro, pero son, en todo caso, datos de alguna significación para estimar la apreciación de este director –y particularmente de esta película– en la historia del cine. Nadie discute realmente el hecho de que Fellini y “8½” tienen un peso muy importante para quienes gustan del llamado “séptimo arte”.
Y es que Fellini es un director entrañable. El estilo personal de este director, su naturaleza expresiva y desenfadada, y su imaginación desbordante, fueron los ingredientes de un cine tan particular como rico en sus perspectivas de análisis y disfrute.
Por su formación en el mundo del espectáculo, Fellini es un artista que, casi irremediablemente, atrae a su público con golpes de efecto que son deslumbrantes y que lo mantienen cautivo por el término de cada una de sus películas. Esto lo logra mediante una sucesión de imágenes y efectos de corte expresionista que garantizan la atención del espectador ante el desborde de imaginación evidenciado en la pantalla. Sin embargo, los detalles son sencillos y muy humanos: un toque por aquí, un rostro por allá, un detalle de composición fotográfica por este otro lado. Nada de explosiones, trabajos computarizados o costosos trucos de cámara.
Las películas de Fellini pueden ser vistas muchas veces, sin que cansen o lleven a la rutina, pues siempre revelan detalles, hacen rememorar gozos o nos llevan a plantearnos la existencia humana de un modo atractivo y, especialmente, muy personal.
Para el director, el proceso de creación de su cine fue siempre una aventura que perfectamente podría haber sido filmada como una película más, por lo interesante de cada uno de sus proyectos. Basta ver las fotos de sus filmaciones para darse uno cuenta de la carga emocional que se desplegaba en cada uno. Sus actores lo querían y él mismo –de ese modo tan peculiarmente italiano que le caracterizaba– se involucraba en cada proyecto generando una mística de trabajo entusiasta, alambicada y profundamente gozosa.
Fellini debe haber gozado mucho en este proceso, mientras hacía cine con su esposa Giulietta Massina (1921-1994), o con sus grandes amigos: Marcello Mastroianni (1924-1996), Sandra Millo (1935-), Anita Ekberg (1931-), Nino Rota (1911-1979), Tullio Pinelli (1908-2009) y un largo etc., o planeaba películas que desafortunadamente nunca se dieron, con Carlo Ponti (1912-2007), Sophia Loren (1934-), Gregory Peck (1916-2003), Ingmar Bergman (1918-2007) y Akira Kurosawa (1910-1998), entre otros.
En lo que a mí respecta, sus películas son mágicas y están presentes en mi corazón como algo propio y permanente. A ellas me matriculé de por vida, hace muchos años, cuando me tocó la oportunidad de ver “Amarcord” (1973), siendo un adolescente, lo que constituyó para mí una experiencia inolvidable.
Sobre “8½”, hay que decir que es, sin duda, el filme más importante que se haya realizado sobre el proceso de creación de una película y el metro con el que se mide cualquier otra película sobre el tema, así venga de gente tan connotada como François Truffaut (1932-1984), Woody Allen (1935-), Bob Fosse (1927-1987) o Paul Mazursky (1930-). Como se sabe, se llama “8½” por una ocurrencia de una enorme y engañosa simplicidad: hasta ese momento Fellini había hecho siete películas y dos cortos que entre todos sumaban el equivalente a siete películas y media. Por ello, decidió llamar a esta producción su opus “8½”.
El filme nos presente la crisis creativa de un director
ficticio (Guido Anselmi, interpretado por Marcello Mastroianni), que no es otra
cosa que el alter ego del propio
Fellini. Anselmi es un director famoso que
busca la soledad para pensar, pero lo atacan productores, guionistas, actores y
periodistas con aquellos temas y preguntas que no son importantes y que le
impiden “crear”.
La felicidad de Anselmi estriba justamente en el
proceso de crear, así como de relacionarse de modo creativo con la gente que
quiere, pero no lo dejan hacerlo, por tener que ocuparse de cuestiones
materiales que para él son insoportables.
Es decir, no puede alcanzar la satisfacción plena porque la
fragmentación de sus experiencias ordinarias con los demás lo hacen desviarse a
cada momento de su verdadera vocación de artista; lo que equivale a decir que
lo abstraen de su más propia humanidad.El director busca entonces refugio en sus recuerdos y en las mujeres que ha amado a lo largo de su vida: su esposa, su amante de turno, su madre y otras que le han prodigado atención, educación y cariño. Mientras tanto, se esconde, sin saber qué hacer ante el acecho de los demás. La solución que Anselmi encuentra está en sus fantasías oníricas, que lo llevan a un final creador y liberador. Como dice un autor, “los fantasmas de su conciencia reconstruyen un mosaico hecho de verdad y belleza” al cual Anselmi se adscribe ignorando la inaguantable presión del mundo exterior.
Y es que en la conciencia personal está el alma de cada cual. El enigmático “Asa-Nisi-Masa” que le ofrece la clarividente a Anselmi, en una escena muy bella, es en realidad un juego de palabras para esconder lo que está en el fondo de todo creador: su “A-Ni-Ma” o alma; es decir, aquello que lo diferencia de toda otra criatura para hacer de él un ser único e irrepetible.
En suma, “8½” es una manera de ilustrar –desde el punto de vista del artista– el drama existencial del hombre que debe vencer lo ordinario para imponer su humanidad. Ese proceso de búsqueda de valor existencial en el laberinto del día a día ha hecho que se compare a Anselmi con Leopold Bloom, el personaje del “Ulysses” de James Joyce (1882-1941), quien no alcanza su destino, no obstante su empeño, por encontrarse distraído por los avatares de la vida cotidiana.
La estructura de “8½” parece caótica, pero está firmemente hilvanada por Fellini alrededor de la angustia del director-protagonista por encontrar una salida a su dilema creador. Sus recuerdos y fantasías vienen en su auxilio casi inesperadamente, como un descanso del merodeo invasivo de sus distractores, y hacen que la trama se complique formalmente, pero no en el fondo. Esos recuerdos y fantasías son más reales y legítimos para él que todo el barullo que otros desarrollan cerca de él por el tema de la película. Son la defensa de su inconsciente, que lo protege como ser humano de las constricciones de los convencionalismos sociales.
La película es un esfuerzo por ilustrar el drama del
artista que no logra establecer un contacto equilibrado entre (i) la ficción y
la realidad; (ii) sus sueños y la insoportable rutina de la vida; y, (iii) el
proceso de la creación y la obligación de satisfacer las expectativas de la
existencia cotidiana.
Es interesante notar, por supuesto, el interés
desarrollado por Fellini, desde tiempos de “La strada” (1954), por el
sicoanálisis y, especialmente, por el simbolismo de los sueños. Se sabe que el director anotaba
cuidadosamente los sueños que lograba recordar (algo que tenía en común con
Luis Buñuel (1900-1983)) y que muchas de sus impresiones oníricas fueron
traducidas al cine, como es evidente en la atmósfera que se respira en sus
películas. Se sabe también que trató de
potenciar ese aspecto de su vida experimentando con drogas alucinógenas, con
espiritismo, con el I-Ching, con la parasicología y con el chamanismo. No conozco a fondo los resultados específicos
de esas experimentaciones, pero resulta clarísimo que el cine de Fellini y el
mundo de los sueños tienen una profunda relación, que nos es presentada de modo
mágico y sensible por el director, con dejos de barroquismo, amor por las
posibilidades expresivas del color y por el misterio de los símbolos y las
imágenes.Fellini dividía la realidad en tres planos: el pasado, el presente y el mundo condicional de la fantasía. A este último, el director adscribía todo aquello que tenía que ver con los sueños, cualquiera que fuera la dirección en la que éstos se proyectaran. Para Fellini, el lenguaje del cine era ideal para presentarnos esa síntesis de mundo mágico y trivialidades, con los que exaltaba al ser humano por encima de los condicionamientos religiosos, políticos y sociales en general. Toda esta heterogénea mezcla era lograda con una asombrosa habilidad, para que el eje narrativo y el eje estético de sus obras pudieran convivir mientras los tres planos de pasado, presente y fantasía se enlazaban en un sugerente e inagotable desfile de imágenes, que el público aún trata de atrapar y asimilar como mejor puede en el curso de cada película.
Fellini desarrolla los problemas de la vida en “8½” como impresiones reales y ficticias que sólo son relevantes para el director Anselmi y de las que somos cómplices gracias a que se nos ha dado la gracia de presenciarlas como espectadores anónimos. De otro modo, serían vivencias únicamente perceptibles para Guido, del mismo modo que tenemos las nuestras, que sólo nosotros conocemos o sentimos.
Las referencias veladas que hemos hecho a los símbolos y arquetipos de Carl Jung (1875-1961), un autor al que Fellini admiraba, son, sin embargo, muy claras en “8½”. Por medio de los sueños que Fellini comparte con nosotros es dable acceder, de algún modo, desde el yo de cada cual (y particularmente desde el yo de Fellini) al inconsciente colectivo que tanto trató Jung en sus trabajos. El arquetipo de la mujer, insondable en esencia, está presente el Fellini de manera clara, cualquiera que sea la película que analicemos. En “8½”, tenemos a la madre, a la esposa, a la amante, a la cuñada, a las actrices, a la amante del amigo, a la maestra e incluso esos curas con sotanas que parecen tías regañonas y castrantes. La mujer es el A-Ni-Ma que permite a Anselmi salir de su atolladero para crear y alcanzar su humanidad plena. El alma-arte es femenina y es, probablemente, aquella dimensión de cada uno de nosotros más próxima a nuestra naturaleza esencial, salvaje y misteriosa.
Gracias al recurso del cine, la imaginación del director Anselmi y la realidad mundana de los que lo rodean se traducen, para nosotros, en una interacción que es mantenida siempre por el hilo conductor de Fellini, el verdadero director de todo el espectáculo (que nos incluye a nosotros mismos), como si fuera un titeretero que parece improvisar (y a veces lo hace) con sus personajes, tramas e imágenes durante toda la película.
En las elocuentes palabras de un autor,
“Lo que a él [Anselmi] le hace padecer es común con el resto de la humanidad, y gracias a la mediación de esas mujeres, de ese «ánima», acaba llegando a ese lugar donde su yo se puede volcar hacia fuera, desnudarse y comunicar todos sus miedos y frustraciones abiertamente, liberándose, creando y reconociéndose como parte de un todo, de el inconsciente colectivo, esa gran danza de personas, recuerdos, mitos, símbolos y pasiones, que jamás ha sido mejor representada que la escena final de «8 ½», con esa avalancha humana que, tras descubrir el velo de una gran y desnuda escenografía ( y, así, se abre el inconsciente personal y colectivo), desciende por una escalera para tomarse de las manos y bailar la «pasarela del adiós».”
Y continúa:
“Así, «8 ½», como todo símbolo o universo simbólico que de verdad merezca la pena, tiene múltiples sentidos y funciona a muchos niveles. Es un sueño construido según los parámetros de Jung, es un acto de sincera desnudez personal, es un viaje a la mente de un hombre, es el retrato de una sociedad, de una época, de una profesión y de una vocación, es una película sobre el cine y sobre el acto de crear… y también supuso la creación de un lenguaje nuevo y personal. Y es muchas cosas más, seguro, no sólo porque se preste a muchos más análisis estéticos o narrativos, sino también porque, más allá del celuloide donde ha sido impresa, es un pedazo de vida que late por sí mismo, más lejos de donde el mismo Fellini pudo pensar que llegaría, pues las verdaderas obras de arte, al ser vistas por otros, adquieren vida propia y continúan su camino por lugares por completo inesperados.”
En fin, una película para ver cada cierto tiempo. Un verdadero clásico que rinde tributo al cine como arte y al ser humano como supremo creador.
Saludos,
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