Julio Cortázar (1914-1984) fue uno de los más importantes escritores del llamado “boom latinoamericano”. De origen argentino, nació en Bélgica, viajó por el mundo y eventualmente se estableció en París, donde se nacionalizó francés.
Se le considera uno de los autores más innovadores y originales de su tiempo, maestro del relato corto, la prosa poética y la narración breve en general, comparable a Jorge Luis Borges, Antón Chéjov o Edgar Allan Poe, y creador de importantes novelas que inauguraron una nueva forma de hacer literatura en Latinoamérica, rompiendo los moldes clásicos mediante narraciones que escapan de la linealidad temporal y donde los personajes adquieren una autonomía y una profundidad psicológica, pocas veces vista hasta entonces. Debido a que los contenidos de su obra transitan en la frontera entre lo real y lo fantástico, suele ser puesto en relación con el surrealismo.
Datos biográficos.
Sus primeros años los pasó de una ciudad a otra en Europa, a causa de la Primera Guerra Mundial. Luego su familia regresó a la Argentina, donde pasó el resto de su infancia.
Cortázar fue un niño enfermizo y pasó mucho tiempo en cama, por lo que la lectura fue su gran compañera. Su madre le seleccionaba lo que podía leer, convirtiéndose en la gran iniciadora de su camino de lector, primero, y de escritor después. Declaró:
“Mi madre dice que empecé a escribir a los ocho años, con una novela que guarda celosamente a pesar de mis desesperadas tentativas por quemarla”.
Cortázar también recuerda que en cierta ocasión un pariente suyo (un tío o algo así) descubrió una serie de poemas suyos y se los dio a su madre, diciéndole que evidentemente esos poemas no eran míos, que yo los copiaba de alguna antología de poemas, por lo cual su madre llegó a preguntarle si esos poemas realmente eran suyos. Leía tanto que algún médico llegó a recomendarle leer menos durante cinco o seis meses y salir más a tomar un poco de sol.
Desde niño fue crítico y lúcido en sus juicios sobre las cosas:
Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha, al mismo tiempo, fue el no aceptar las cosas como me eran dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra madre era la palabra madre y ahí se acaba todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba. En suma, desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se diferencia de mi relación con el mundo en general. Yo parezco haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas.
Cortázar era un hombre extremadamente alto, de facciones muy singulares, por lo que su presencia impresionaba en gran medida. Alguien que le conoció de cerca afirmaba:
(…) aunque es afable y dulce (o precisamente por eso), produce una especie de miedo. Los hombres más altos levantan la cara para hablarle. Cuando la han levantado bastante, ven allá una cabeza más bien pequeña, una copiosa cabellera oscura, un mechón que cae siempre sobre la frente y que vanamente una mano intenta retirar. Pero uno no sólo ve, también es visto por dos implacables ojos azules que se deslizan a los lados de la cara. No hay manera de que Julio Cortázar se pasee por la calle sin que la gente no se vuelva para mirarlo.
La lectura de Opio, Diario de una desintoxicación, de Jean Cocteau (1889-1963) cuando aún no cumplía treinta años, cambió su vida.
Sentí que toda una etapa de vida literaria estaba irrevocablemente en el pasado… Desde ese día leí y escribí de manera diferente, ya con otras ambiciones, con otras visiones.
Estudió educación y fue maestro escolar y profesor. Inició, además, estudios de filosofía, pero luego se retiró. Se tituló también como traductor de inglés y francés en un tiempo récord (nueve meses).
El esfuerzo [por terminar sus cursos de graduación] le provoca síntomas neuróticos, uno de los cuales (la búsqueda de cucarachas en la comida) desaparece con la escritura de un cuento, “Circe”, que junto con “Casa Tomada” y “Bestiario” (aparecidos en “Los anales” de Buenos Aires) será incluido más adelante en [su colección] “Bestiario”. En 1949 publica el poema dramático “Los Reyes”, primera obra firmada con su nombre real e ignorado por la crítica. Durante el verano escribe una primera novela, "Divertimento", que de alguna manera prefigura “Rayuela”. “Divertimento” será publicada sólo en 1986, después de su muerte. Colabora en revistas culturales de Buenos Aires (“Cabalgata”, “Realidad” y “Sur”). En 1950 escribe otra novela, “El examen”, rechazada por el asesor literario de la Editorial Losada, Guillermo de Torre. Cortázar la presentará a un concurso convocado por la misma editorial, sin éxito. Esta novela también será editada tras la muerte del escritor, en 1986. En 1951 publicó Bestiario, una colección de ocho relatos que le valieron cierto reconocimiento en el ambiente local.
Por disconformidades con el régimen peronista, Cortázar decidió trasladarse a Paris, en 1951, donde residiría durante el resto de su vida. Allí tradujo al español la obra completa, en prosa, de Edgar Allan Poe (1809-1849), por encargo de la Universidad de Puerto Rico, traducción que es considerada por los críticos como la mejor hecha a nuestro idioma de este importante escritor estadounidense.
En 1967 publica Rayuela, la obra que más fama editorial le dio, y que lo lanzó a la vanguardia de quienes constituían los autores representativos de la literatura latinoamericana, como Alejo Carpentier (1904-1980), Ernesto Sábato (1911-2011). Carlos Fuentes (1928-), Gabriel García Márquez (1927-) y Mario Vargas Llosa (1936-).
Cortázar fue un hombre de altos ideales, siempre en busca de respuestas a sus múltiples inquietudes. Podría decirse que buscaba su superación y, por ello, también la del mundo. No en balde escribió una vez:
Cómo cansa ser todo el tiempo uno mismo.
A Cortázar le tocó vivir una época convulsa del planeta, en medio de las tensiones de la Guerra Fría con Latinoamérica como campo de batalla entre los bloques estadounidense y soviético. Como otros idealistas, tenía pretensiones de cambiar el mundo. Viene a colación una frase del gran dramaturgo, George Bernard Shaw (1856-1950), que encontró en un contemporáneo de Cortázar, Robert F. Kennedy (1925-1968), un elocuente difusor:
Están aquéllos que ven las cosas como son y se preguntan por qué. Yo pienso en las cosas que nunca han sido y me pregunto por qué no.
Cortázar, como Shaw, pensaba en el hombre como un universo de posibilidades, donde el cultivo del conocimiento y la cultura permitían alcanzar estadios más altos y dignos de existencia (no en balde Shaw es el autor de Pigmalión). Es por ello que, para él, lo que llamamos “absurdo” es en realidad nuestra ignorancia.
Su interés por la política es obvio desde su juventud. Ya había expresado desde entonces su desaprobación por el régimen corrupto y populista de Juan Domingo Perón (1895-1974), en grado suficiente para él como para renunciar a todos sus medios de ingreso y abandonar la Argentina para siempre.
A raíz de un viaje a Cuba, en 1963, comenzó su interés por la política latinoamericana. Donó los derechos de autor de varias de sus obras para ayudar a los presos políticos de varios países, incluyendo los de la Argentina. En esta donación estaban también los derechos de autor de su Libro de Manuel, por el que recibió el “Premio Médicis” en 1973.
En noviembre de 1970 viajó a Chile, donde se solidarizó con el gobierno de Salvador Allende (1908-1973), poco antes de su caída. En 1971, sin embargo, tuvo conflictos con Fidel Castro (1926-) cuando pidió detalles al gobierno cubano sobre el arresto del poeta de ese país Heberto Padilla (1932-2000).
En 1974, fue miembro del Tribunal Bertrand Russell II, reunido en Roma para examinar la situación política en América Latina, en particular las violaciones de los derechos humanos.
En 1976, vino a Costa Rica donde se reunió con los escritores nicaragüenses Sergio Ramírez (1942-) y Ernesto Cardenal (1925-). Era la época de efervescencia, previa a la caída del dictador Anastasio Somoza (1925-1980). Con ellos viajó a Nicaragua en forma clandestina y, tras esa aventura, se enamoró del país, al que volvería muchas veces una vez establecido el régimen sandinista. Estas experiencias darían como resultado una serie de textos que serán recopilados en el libro Nicaragua, tan violentamente dulce.
En agosto de 1981 sufrió una hemorragia gástrica que lo puso al borde de la muerte. Aquejado de leucemia, murió el 12 de febrero de 1984 a causa de una leucemia. En su tumba, en el cementerio de Montparnasse, es frecuente encontrar, aún hoy día, una copa o un vaso de vino así como una hoja de papel o un billete de metro con una rayuela dibujada.
Importancia de su obra. El testimonio de sus colegas.
Calificar a Cortázar por su color político es un error y una injusticia. Por un lado, como artista, debe calificársele en función de su obra, que es buena e importante. Por el otro, como político, debe comprenderse que fue un hombre de su tiempo, sujeto a las sensibilidades del momento y, por lo tanto, subjetivo en sus apreciaciones. Ya seamos de izquierda o de derecha, o de cualquier ismo político o filosófico, el valor de Cortázar está por encima de esas manifestaciones. Ya decía Jorge Luis Borges (1899-1986) sobre él, poniendo el dedo en la llaga en lo que toca al testimonio que podemos dar sobre un hombre de letras:
Julio Cortázar ha sido condenado, o aprobado, por sus opiniones políticas. Fuera de la ética, entiendo que las opiniones de un hombre suelen ser superficiales y efímeras.
En efecto, muchas de las causas políticas en las que Cortázar creyó ya no existen o tienen ahora una importancia menor. Cortázar creyó firmemente en ellas porque esa fue su época y su circunstancia –y esas convicciones, por sí mismas, son dignas de todo respeto– pero más que esas causas pasajeras en la vida del individuo, lo realmente significativo que dejó Cortázar fueron sus escritos, en los que dejó amplio testimonio de su genio y de sus habilidades narrativas.
Y, sin embargo, circunscribir a Cortázar a la literatura y la política es también un error. Fue, en efecto, un hombre extremadamente culto (razón de más para rechazar todo intento de desacreditarlo por ser amigo de Fidel Castro o admirador del Ché Guevara), con una personalidad hipnótica, capaz de dejar huella en todo aquel que lo conoció, ya fuera personalmente o a través de su obra escrita. Gabriel García Márquez se refirió a él con singular cariño, de una manera que vale la pena transcribir:
Fui a Praga por última vez hace unos quince años, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados.
A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk [1917-1982]. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible.
Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: La noche de [José] “Mantequilla” Nápoles [1940-]. Es la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vetada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de tanto tango malevo; sin embargo, fue ese el cuento que el propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles cesantes, hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. Fue otra experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aún para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía “Mantequilla” Nápoles en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo.
Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también las que mejor lo definían. Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo que tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más importante que he tenido la suerte de conocer.
Desde el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café de París con nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a escribir en una mesa del rincón, como Jean-Paul Sartre [1905-1980] lo hacía a trescientos metros de allí, en un cuaderno de escolar y con una pluma fuente de tinta legítima que manchaba los dedos. Yo había leído Bestiario, su primer libro de cuentos, en un hotel de Lance de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta, entre peloteros más mal pagados y putas felices, y desde la primera página me di cuenta de que aquél era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande. Alguien me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del boulevard Saint Germain, y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón. (…)
Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Fue, tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo. Sin embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estar muriéndose otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte. Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente. En alguna parte de La vuelta al día en ochenta mundos un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse. Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos y elegías por Julio Cortázar. Prefiero seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo.
Cortázar es especialmente célebre por su prosa. Su manejo del cuento o relato es verdaderamente maestro y es modelo de todo lo que se escribe en ese género desde entonces. Debido a la influencia del existencialismo y del surrealismo en su obra, Cortázar trata de mostrar al lector que no hay una interpretación sola de la realidad o de la verdad, sino tantas como personas y circunstancias hay en cada caso.
En general su obra se relaciona con lo fantástico; es decir, aquello que nos saca de la caja rutinaria en la que vivimos, no obstante la presencia de los elementos conocidos y naturales de nuestra cotidianeidad. Para él el cuento es la casa donde habita lo fantástico; es decir, la sede de la literatura fantástica.
Ese “sentimiento de lo fantástico”, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante.
Ese sentimiento, que creo se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de sensibilidad para lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar. (…)
Ese sentimiento, que creo se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de sensibilidad para lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar. (…)
Lo fantástico y lo misterioso no son solamente las grandes imaginaciones del cine, de la literatura, los cuentos y las novelas. Está presente en nosotros mismos, en eso que es nuestra psiquis y que ni la ciencia, ni la filosofía consiguen explicar más que de una manera primaria y rudimentaria.
En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de que entre lo fantástico y lo real no había límites precisos, cuando empecé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural, yo diría casi fatal, cuentos fantásticos.
Al final de una conferencia suya, dictada no muchos años antes de su muerte, Cortázar narra una experiencia interesante:
Terminaré este pequeño recuento de anécdotas con algo que me ha sucedido hace aproximadamente un año. Ocho años atrás escribí un cuento fantástico que se llama “Instrucciones para John Howell”, no les voy a contar el cuento; la situación central es la de un hombre que va al teatro y asiste al primer acto de una comedia, más o menos vanal, que no le interesa demasiado; en el intervalo entre el primero y el segundo acto dos personas lo invitan a seguirlos y lo llevan a los camerinos, y antes de que él pueda darse cuenta de lo que está sucediendo, le ponen una peluca, le ponen unos anteojos y le dicen que en el segundo acto él va a representar el papel del actor que había visto antes y que se llama John Howell en la pieza.
“Usted será John Howell”. Él quiere protestar y preguntar qué clase de broma estúpida es esa, pero se da cuenta en el momento de que hay una amenaza latente, de que si él se resiste puede pasarle algo muy grave, pueden matarlo. Antes de darse cuenta de nada escucha que le dicen “salga a escena, improvise, haga lo que quiera, el juego es así”, y lo empujan y él se encuentra ante el público... No les voy a contar el final del cuento, que es fantástico, pero sí lo que sucedió después.
El año pasado recibí desde Nueva York una carta firmada por una persona que se llama John Howell. Esa persona me decía lo siguiente: “ Yo me llamo John Howell, soy un estudiante de la universidad de Columbia, y me ha sucedido esto; yo había leído varios libros suyos, que me habían gustado, que me habían interesado, a tal punto que estuve en París hace dos años y por timidez no me animé a buscarlo y hablar con usted. En el hotel escribí un cuento en el cual usted es el protagonista, es decir que, como París me ha gustado mucho, y usted vive en París, me pareció un homenaje, una prueba de amistad, aunque no nos conociéramos, hacerlo intervenir a usted como personaje. Luego, volví a N.Y, me encontré con un amigo que tiene un conjunto de teatro de aficionados y me invitó a participar en una representación; yo no soy actor, decía John, y no tenía muchas ganas de hacer eso, pero mi amigo insistió porque había otro actor enfermo. Insistió y entonces yo me aprendí el papel en dos o tres días y me divertí bastante. En ese momento entré en una librería y encontré un libro de cuentos suyos donde había un cuento que se llamaba “Instrucciones para John Howell” ¿Cómo puede usted explicarme esto, agregaba, cómo es posible que usted haya escrito un cuento sobre alguien que se llama John Howell, que también entra de alguna manera un poco forzado en el teatro, y yo, John Howell, he escrito en París un cuento sobre alguien que se llama Julio Cortázar.
Yo los dejo a ustedes con esta pequeña apertura, sobre el misterio y lo fantástico, para que cada uno apele a su propia imaginación y a su propia reflexión.
El otro elemento esencial de la narrativa en Cortázar es lo referente al juego; es decir, el mundo de lo lúdico. Cortázar jugaba con sus textos e incluso con sus palabras.
El escritor bromea con lo qué dicen de él y de su obra. (…) Con el texto –con la producción intelectual de Cortázar– lo que se quiere es “jugar”. Pero le confiero al juego leyes similares a los juegos de nuestra infancia. Y, teniendo entonces en cuenta los preceptos del juego, podrían ser interpretados los impulsos creativos de Cortázar, con la irregularidad de su sensibilidad en caso de valernos de sus afirmaciones. Cuando dice, éste (Cortázar) en entrevista con Manuel Pereira en 1993, que no creo que sea nostalgia de la infancia, yo creo que en mi caso es permanencia de la infancia. De esto se trata, permanecer en la infancia junto a la obra: vida y obra logran reunirse ineludiblemente.
Muchos títulos son evocadores de la infancia, por ejemplo: “Rayuela” es el nombre de un juego; “62 modelo para armar” es un rompecabezas; “La vuelta al día en 80 mundos”, “Final del juego”, otra vez la palabra juego. A lo que responde Cortázar:
“No es un juego. Lo que sí creo es que la literatura tiene un margen, una latitud tan grande que permite, e incluso reclama –por lo menos para mí– una dimensión lúdica que la convierte en un gran juego. Un juego en el que puedes arriesgar tu vida. (...), pero que conserva características lúdicas. (...) La literatura hace pensar en deportes como el basquetbol, el fútbol (...), en donde el arte combinatorio, la creación de estrategias son elementales. Sin eso no habría juego”.
No debemos olvidar que la literatura es el ámbito del arte; es decir, el espacio en el que la imaginación, la recreación y la fantasía se manifiestan con mayor libertad. Por ello, se admite la intuición personal del escritor como una herramienta para que este juegue en el desarrollo de tramas literarias y de técnicas para ilustrarlas. Esto implica subjetividades, ambigüedades y una cantidad infinita de interpretaciones. De esta conjunción de factores deriva el interés del lector y su eventual satisfacción, cuando no verdadero una sensación de placer.
Julio Cortázar juega con los textos y con las palabras para jugar con nosotros, pero a la vez nos deja participar del juego y contribuir, de esa forma, al proceso creador de la obra. De nuevo, ello implica ambigüedad, amplitud, subjetividad y, especialmente, una gran maestría para pensar y escribir la obra.La ambigüedad lúdica es, en efecto, un rasgo que caracteriza a Cortázar. Los recuerdos de Cortázar, aunado a su imaginación y a su capacidad para comunicar imágenes tangibles, son un deleite intelectual de alto nivel, aún comparado con cualquier otro autor literario. Esos recuerdos, así transformados por su subjetividad artística, son el nexo que existe entre la realidad ocurrida y la realidad comunicada. Al mismo tiempo, dichos recuerdos son una ilustración psicológica; esto es, una clara descripción del comportamiento intuitivo del conocimiento personal, por el cual un artista se apropia de la realidad y la hace enteramente suya para compartirla con los demás. De allí deviene lo maravilloso como uno de los juegos de la ilusión, que interpreta y recrea la vida misma en torno a nuestras experiencias y anhelos.
La poesía.Aunque no fuera su campo usual, Cortázar también incursionó en la poesía. Como él mismo afirmó:
Yo he sido siempre y primordialmente considerado como un prosista. La poesía es un poco mi juego secreto.
Esa poesía es dulce y melancólica. Está llena de sentimiento, pero con un tono que apunta a los poetas malditos de finales del siglo XIX, en París, como Tristan Corbière (1845-1875), Arthur Rimbaud (1854-1891), Stéphane Mallarmé (1842-1898), Auguste Villiers de L'Isle-Adam (1838-1889) y Paul Verlaine (1844-1896). Cortázar se refiere al amor y, como en otras de sus obras, a la angustia de vivir y de buscar o perder lo que uno ama. Algunos ejemplos ilustran lo anterior:
Y diré las palabras que se dicen, y comeré las cosas que se comen, y soñaré las cosas que se sueñan, y sé muy bien que no estarás.
No estarás para nada, no serás ni recuerdo, y cuando piense en ti pensaré un pensamiento que oscuramente trata de acordarse de ti.
Creo que no te quiero, que solamente quiero la imposibilidad tan obvia de quererte. Como el guante izquierdo enamorado de la mano derecha.
* * * * *
En relación con Cortázar, presentaremos un interesante documental, que recoge la información sobre la vida de este escritor y su obra. Están todos invitados a disfrutarlo.Saludos,
Carlos.
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