Tenía la apariencia del pecado y de la pérdida de la inocencia. Tenía también, sin embargo, la mirada clara y dulce de quien se adentra en un mundo nuevo, con ojos de niña buena, una boca delirantemente roja e inquietudes tanto insospechadas como insospechables.
No era una buena actriz, pero todos estábamos enamorados de ella y con eso sí que bastaba. De ella sólo habrá buenos recuerdos; no para contarlos a nuestras madres, sino para comentar entre nosotros, rememorando la complicidad que significaba verla a oscuras, sin permiso y con algo de susto y de agitación a la vez.
¡Muchas gracias, Sylvia! Imposible olvidarte…